Literatura
Ana Useros: “Perseguir la derrota de gente con la que vives es una perspectiva deshumanizadora”

'Cuando no se podía' es un ensayo sobre el asesinato por parte de ETA de Manuel Indiano, un migrante llegado a Euskadi por amor en la peor fase del conflicto vasco. Su autora, Ana Useros, reconstruye parte de su historia y de la de España en este Episodio Nacional.
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Ana Useros, traductora, documentalista y autora de 'Cuando no se podía' (Lengua de Trapo, 2023). David F. Sabadell
7 ene 2024 05:22

Todo comienza con un final. El 29 de agosto de 2000, Manuel Indiano, un joven de 29 años, era asesinado por uno o dos pistoleros de ETA. Le encontraron en la tienda de golosinas que regentaba en Zumarraga (Gipuzkoa) y descargaron 14 balas, siete de las cuales impactaron sobre su cuerpo. Indiano era un concejal del Partido Popular que se había presentado como independiente en las listas municipales y había sustituido, seis meses antes de aquel 29 de agosto, a un concejal dimisionario. Aquel asesinato, el decimoprimero de una persona relacionada con Alianza Popular o el Partido Popular en la historia de ETA, es el final, o el comienzo, de un ensayo en forma de novela escrito por Ana Useros (Madrid, 1970) dentro de la serie de Episodios Nacionales publicada por Lengua de Trapo.

Cuando no se podía, publicado en 2023, habla desde el título de un periodo de la historia de España en el que se construyó la imposibilidad del diálogo como una especie de exigencia ética. “No se negocia con terroristas”, hoy una frase tópica, se constituye en el periodo entre 1996 y 2004 como el centro de todas las políticas respecto a la cuestión vasca. Habían fracasado las conversaciones de Argel en las que, junto a los emisarios de la banda armada, se sentaron algunos de los responsables de los crímenes de Estado cometidos por los GAL y, desde el Madrid sistémico, se desconfiaba de la tregua unilateral e incondicional declarada por ETA en 1998, “tregua trampa” para el nacionalismo español, que quedó rota en 1999 y provocó una nueva oleada de asesinatos. Lo que hoy conocemos como “constitucionalismo” nace como concepto de la mano de los impulsores de esas nuevas políticas: José María Aznar, presidente desde 1996, y Jaime Mayor Oreja, su ministro de Interior y candidato a lehendakari, representantes del PP del nuevo siglo. Un partido que adoptó la teoría del entorno —con la que se identificaba a todo el independentismo y aun el nacionalismo vasco con el terrorismo— para propulsar sus aspiraciones de poder. 

Pero Useros, dotada de una fina sensibilidad para detectar los fallos de todos los grandes discursos, no solo los de la derecha a la que tanto nos gusta odiar, no se limita a denunciar la intransigencia de un partido y un Estado que “olvidaron” el terrorismo de los GAL para declararse inocente de todos los cargos. La autora de Cuando no se podía examina también la debilidad de la izquierda madrileña encantada de su propia derrota, y el delirio que había detrás de la socialización del sufrimiento impuesta por ETA en sus estertores.

Hay más. En un libro de 152 páginas, la autora segoviana tiene fuerzas y tiempo para reflexionar sobre las familias que se rompen, sobre la migración interior, sobre un mundo en el que una serie de huellas permanecen tapadas, y sobre el fin del tiempo en el que nada se podía. Todo eso, desde un punto de vista que debe mucho a la obra de Benito Pérez Galdós, esto es, subiendo y bajando las escaleras: escribiendo de las pegatinas de las mandarinas pegadas en el contrachapado de la mesa del comedor y de los funerales de Estado. Del pasado y del presente, de la emoción y de las ideas.

La serie en la que se enmarca el libro son los Episodios Nacionales. En el caso de Cuando no se podía has conseguido esta mezcla tan de Galdós entre el subir y bajar de lo costumbrista a la alta política. ¿Era tu intención?
Soy una persona enormemente obediente y yo no hubiera escrito esto si no me hubieran encargado hacer una cosa súper concreta: un episodio de la historia de España contemporánea con el que tengas una relación personal para una serie inspirada en Galdós. Para mí, la gran dificultad era tomar una historia, que por mucho que yo la haga mía no es mía, como es la de Manuel Indiano, que es muy pública, a partir de recortes de prensa y tal, y explicar —no sé si lo he logrado bien del todo— qué tenía que ver eso con el mundo en el que yo vivía: dónde estaba el punto de contacto o el punto de fricción. Porque lo que se me pedía explícitamente era que el episodio tuviera algún tipo de relación emocional o una vinculación personal conmigo. Galdós se me fue cruzando, sobre todo a partir de un problema que yo tenía muy fuerte, que era mi conciencia de que no quería tener razón. No quiero ser una persona que está contando una parte de la historia y acabar siendo la versión autorizada de esa historia. 

Una cosa que pareces rechazar en todo momento son los grandes discursos.
Los grandes discursos los respeto un montón, lo que pasa es que se me dan fatal.

Pero la narrativa de esa época es la de la verdad: la derrota de ETA, el destino de la patria vasca, etc.
Yo creo que más que la verdad, que me parece negociable, es esa idea de una verdad indiscutible que aparecía por todos lados. Nuestra realidad, por lo menos en ese plano, estaba formada por una serie de verdades indiscutibles, contradictorias. Hablo mucho en el libro del “no se puede negociar”, “no se negocia con terroristas”, “no hay nada de qué hablar”. Pero el grupo con el que estoy yo maneja una noción de verdad que es absolutamente transversal y además casi platónica: existe una verdad, solo hay que conseguir que suficiente gente la crea, o la comparta, o la descubra en el sentido más platónico. Hay una parte que no he tocado mucho, porque no me la sé bien, pero en mi recuerdo está el hecho de que todo lo que nos llegaba de Euskal Herria también eran verdades: la integridad territorial de Euskal Herria no se discute, el carácter ancestral del pueblo vasco no se discute. Pero nunca te contaban qué es lo que se podía discutir, siempre te contaban que era lo que no se podía discutir. Incluso en contactos de otro tipo, más privados, a través de la gente del Foro de Madrid o del 18/98, cuando había contactos con la izquierda abertzale, la respuesta que recuerdo era siempre súper dura: estas son verdades indiscutibles y no se habla de esto. Era muy desconcertante. 

Me dio la impresión de que el único gran discurso que respetas en este caso es el amor.
Con cierta cierta sorna. 

Sí.
Lo del amor: al amor lo que no se le puede quitar es la fuerza. La fuerza la tiene. Que sea una verdad no lo sé, pero es una fuerza. Como fuerza, hay que respetarlo. Y hay muchísimo amor en el libro. Me ha sorprendido un poco que lo encuadres en los grandes discursos, porque para mí era el martillo pilón, de alguna manera. Donde puede haber monolitos ideológicos o monolitos sociales, de repente, se abren grietas. Ya no solo por el amor romántico, sino por el roce, por la amistad, por estar muchos años viviendo en el mismo pueblo. La historia de la tregua en Euskadi, por ejemplo, me parece increíble: se puede hablar. 

Me refiero a que es en el aspecto en el que pones menos distanciamiento.
Claro, pero porque me parece un gesto... no se trata del amor en general, sino el gesto que yo creo descubrir en las noticias de prensa, en las declaraciones de Encarna. Me parece un gesto enormemente radical: ya no es que te enamores, que eso lo hacemos todo el rato, sino que decides construir tu vida alrededor de ese enamoramiento. Creo que eso sí que hay que respetarlo de alguna forma. Cuando algo te hace cambiar la vida, o bien tu vida no era muy allá, que también puede ser, o bien es un sentimiento muy fuerte. 

Volviendo a la cuestión del costumbrismo. A lo largo del libro hay un interés en recuperar los recuerdos de una vida anterior, sin móviles, en el que una simple pegatina de una Ikurriña pegada en el armario nos podía definir. Es un recuerdo, además, que no pasa por la nostalgia o por la forma mercantilizada que ha tomado esta.
Es un vicio mío, cuando hay que mirar la luna siempre miro el dedo. Eso es así. Es verdad que creo que no es una nostalgia, es una forma de conocimiento. Lo que yo busco en esos detalles es conocer. Y de alguna manera, me resulta mucho más fácil hacerme a la idea de qué está pasando a partir de una imagen, o partir de una palabra, un gesto. En ese sentido es también por lo que digo que los grandes discursos no es que no me gusten, es que no se me dan bien. En este caso hago un poco de la necesidad virtud porque yo de Manuel tenía cuatro detalles. Detalles como que fumaba, o le daba caramelos a los niños cuando pasaban. En sus entrevistas, Encarna cuenta, por ejemplo, lo de la pegatina en el armario. Esto es lo único que tengo para construir esta historia. 

¿Cómo se trabaja con esa escasez de materiales?
La verdad es que han sido los momentos de más placer para mí, los de pasarme días pensando qué era eso de las pegatinas en el armario. Yo al principio simplemente quería contar que era muy raro que tuviera una kurriña viviendo en Madrid. Me parece extraño, me parece anómalo. Y la historia de las llamadas de teléfono. Un poco lo mismo. Vamos a ver qué implica estar enamorada sin redes sociales, sin internet. Es donde más le presto a Manuel parte de mi historia: lo que es un enamoramiento con 18, con 20 años: las cartas, las llamadas carísimas, el dejarte medio sueldo en la factura del teléfono. 

Hay otra casi reminiscencia, que es la idea de la de la migración interior. Es casi el último momento en el que ese viaje tiene relevancia para las biografías de las familias. No te voy a decir que sea exactamente como en la película Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), pero todavía se parece más a eso que a la forma que tenemos ahora de pensar en un traslado de nuestra vida a otro lugar.
En el escenario de la familia de Manuel, de la familia biológica, sí que es el de Surcos. Estamos hablando de una abuela que llega a un poblado chabolista en torno a los años 40, con cuatro niñas, que consigue una casa de protección oficial del franquismo. De otro padre que llega también desde Extremadura. Ahí quería recordar que hay un relato muy típico. Una situación normalizada. Con aquellas cifras era imposible que irse a Madrid a probar suerte no estuviera en el horizonte de cualquier chaval con cierta necesidad. 

Los dos años que van desde el 99 al 2001, lo que yo recuerdo es una embestida antinacionalista en todos los planos: en la sección de cultura se podía hablar perfectamente de la boina y del garrulismo vasco

¿Cómo cambia eso a partir de los años 90?
En nuestra migración, que quizá no se puede llamar migración, nuestro revoloteo, hacia Lavapiés, al Raval, a Valencia, nos lo planteábamos como ruptura, como excepción. Fueron los años donde se empezó a hablar de que los hijos y las hijas se quedan en casa de los padres hasta los 29. El modelo se invirtió. Lo que se trataba era de resistir todo lo posible dentro de esa casa familiar. Mucho tiempo después de esa migración inicial se había llegado a una clase obrera más o menos acomodada, y en ese momento la historia era: “No podemos salir de aquí”. El tejido industrial se va a la porra, con lo cual tú no tienes esa opción de migrar. Salir era ir a la precariedad. Y sabíamos —algunas más que otras, eso también intentó matizarlo— que no ibas a mejorar tu situación económica; ibas a otra cosa, ibas a ser más libre. Se planteaba como una rebelión. La cuestión era ¿se pueden comparar?

Me di cuenta en un momento dado de que se pueden comparar si es al revés: yo no puedo compararme con una persona que sale de un pueblo con una mano delante y otra detrás y acaba en una fábrica en Villaverde, porque sería enormemente injusto, pero sí puedo comparar conmigo a esa persona que llega a Villaverde, y decir que, además de salir con la mano delante y detrás, además de ir a la fábrica a trabajar durante 14 horas, también tenía sueños. La ciudad le daba más sueños, aparte de ganarse la vida y salir de pobre. Me gustaba hacer el movimiento contrario: prestarle un poco de esta especie de desparpajo libertario que teníamos también a la generación que emigraba antes. 

Manuel Indiano se va a una tierra desconocida. Los grandes discursos dicen que es una sociedad segregada, rota, tensa, en una pulsión de muerte constante. ¿Cómo has hecho tú ese viaje hacia un País Vasco que realmente no conocimos o que, incluso a quienes en aquellos momentos simpatizaban con la causa abertzale, nos pillaba tan lejos?
Yo en esos años prácticamente no viajé a Euskadi jamás. A mí se me daba mal el turismo revolucionario. He hecho dos grandes descubrimientos: uno, físicamente, Zumarraga, que es un sitio muy pequeño, que parece un sitio muy católico. Con un cierto aire de quietud. Pero, sobre todo, el otro descubrimiento fue leer unos estudios sociológicos que hizo el Gobierno vasco durante la tregua, que son enormemente interesantes. Tienen una metodología cualitativa, son entrevistas en profundidad, grupos de discusión entre personas. Este estudio en concreto juntaba a gente que se definía como solo española, gente que se definía como tan vasca como española, y gente que se definía como solo vasca y les ponían a hablar. Y esos diálogos son impresionantes. Primero, por la esperanza que se respiraba. Y luego porque, cuando se colocaban en esa situación, es decir, en la situación de “estamos en tregua, estamos hablando entre nosotros, entre iguales” —aunque fuera de modo un poco artificial, porque era un grupo de discusión— la disposición era absolutamente consensual. La gente que se definía como solo española decía: “Bueno, a lo mejor sobre esto sí podemos hablar; me gustaría que no se tocara esto”, etc. Por ejemplo, la mayoría aceptaba un referéndum, incluso los que se consideraban solo españoles. Los que solo se consideraban vascos empiezan a decir, “a lo mejor esto no lo vamos a poder conseguir, no va a suceder”. La disposición era tan increíble... que es lo que para mí era el reflejo de la escena de un informativo que cuento, en la que un chaval abertzale y una mujer no sé de qué ideología intentan hablar, a pesar del ruido. Para mí fue un enorme descubrimiento y fue un enfado retrospectivo: esto no nos lo contaron, no nos lo contaron. 

Las coberturas mediáticas de los atentados se convierten en un 90% en sufrimiento humano. Es legítimo, pero tenía tal intensidad y tal presencia que arrinconaba cualquier otro tipo de análisis

En 2001, se instala la bandera de 294 metros en la Plaza de Colón de Madrid, ¿qué crees que significa dentro de toda esta historia?
El izado de la bandera de Colón es un momento absoluto de inflexión. En esta época, del 96 al 2001, pasan varias etapas. 2001 es interesante porque es el momento en el que el PP cree que va a gobernar Euskadi. Nos lo contaban todo el rato: decían que Mayor Oreja era un sólido candidato; el PP va a gobernar Euskadi porque va a hacer un pacto con el PSE, porque tiene todo atado y bien atado, y el PNV se va a caer. Esa es la esperanza del PP. Los dos años que van desde el 99 al 2001, lo que yo recuerdo es una embestida antinacionalista en todos los planos: en la sección de cultura se podía hablar perfectamente de la boina y del garrulismo vasco. Eso fracasa. En ese momento se abandona esa idea. A partir de ahí, por ejemplo, la ikurriña —que es un símbolo que en ese momento PSOE y PP asumen como propio, porque es la bandera de Euskadi y ellos también son Euskadi y van a gobernar allí— se aparta y aparece ese trapo enorme en Colón. 

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Indiano es una víctima de ETA, pero ¿cuál ha sido el devenir de las víctimas en ese gran relato oficial?
Sobre las víctimas se podrían escribir tesis enteras, también de los matices sobre cómo se ha llevado a cabo la utilización de las víctimas, y cómo funciona ese discurso. El Gobierno central entró claramente en el juego de ETA, que tampoco hay que olvidar que está asesinando a personas como Manuel Indiano. Asume la estrategia del sufrimiento social de ETA, de “vamos a golpear a la sociedad para que reaccione”. Yo no sé dónde estaban las mentes de algunas generaciones, quiero pensar que alguien pensó que esto era una idea, pero no se me ocurre cómo. El gobierno central y, sobre todo, los medios de comunicación, que están en un momento de cambio importante, recogen el envite: “Vale, esto es un sufrimiento social, vamos a mostrarlo”. Entonces, las coberturas mediáticas de los atentados se convierten en un 90% en sufrimiento humano. Una y otra vez la imagen del cadáver con la madre, la hija. Que es legítimo, pero que tenía tal intensidad y tal presencia que arrinconaba cualquier otro tipo de análisis que pudiera hacer un medio de comunicación sobre nada. No había un análisis, había una crónica de sucesos continua y una opinión enormemente sesgada. Las imágenes del atentado eran como la metáfora de ETA. Entonces, todo el discurso se dirigía hacia el nacionalismo: que no condena, que son tibios, que no rompen relaciones, que no rompen el Pacto de Lizarra, que no firman la Ley de Partidos, el pacto antiterrorista. 

Es cuando se desarrolla la teoría del entorno, de “todo es ETA”. Un momento en el que parece que todo vale si se produce la derrota del enemigo.
Hay falta de pudor al hablar de la destrucción del enemigo. Había peticiones de principio ahí que eran absolutamente delirantes, pero hay que contarlas porque creo que siguen estando presentes de alguna manera. La derrota no puede ser una finalidad. La tregua puede ser la finalidad, la paz puede ser la finalidad, pero perseguir la derrota de gente con la que vives todos los días... es un panorama bastante deshumanizador. ¿Cómo se derrota al vecino del cuarto? ¿Como en el franquismo? ¿Le “paseas”? ¿Le metes unos meses en la cárcel para castigarlo? ¿No le das trabajo? ¿Cómo se le derrota, ahora mismo, con las supuestas armas del Estado de Derecho? Es que no tiene sentido. En cambio, nos lo creíamos y nos lo creíamos demasiado. Incluso yo creo que, desde la izquierda, aceptábamos esos marcos. 

Si aceptas la provocación, puede ser que se dijera: vamos a seguir afinando nuestros discursos, pero oye, aquí no hay nada que hacer. ¿Desde la izquierda se aceptó que nada iba a cambiar?
Voy a provocar un poco más: vivíamos con la idea de que con suerte hasta perdíamos. Quiero decir: teníamos conciencia de que en caso de perder, en caso de derrota, nosotras no íbamos a ser las fusiladas. Nos podíamos permitir incluso una radicalidad de salón bastante cómoda. Pero para nosotros era un conflicto propio, y creo que la seriedad era absoluta en este tema: nos dolía enormemente vivir en un país incapaz de resolver esto. Y, además, como éramos ilustrados, sabíamos que esto venía desde la Primera República. No estábamos diciendo que lo que hubiera que resolver fuera hablar con la gente que tiene las armas, sino que reconocíamos ese problema territorial y empatizábamos con él. Todo el día hablábamos del Estado de Derecho y la Ley Antiterrorista, pero estábamos en el lado tranquilo de la historia. Ese estar en el lado tranquilo, al mismo tiempo, aumentaba la sensación de impotencia. Ahí es donde creo que hay un movimiento de fuga. La gente que decidió irse hacia las contracumbres, hacia Seattle, también estaba en una especie de fuga: estamos aquí con una desazón que no podemos con ella, vamos a ver si podemos perder en otra parte. Pasaba parecido con la gente hacker, una gente maravillosa que te contaba que existía otro mundo virtual donde las identidades se diluían, los flujos fluían, etc. 

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Ana Useros, durante la entrevista con El Salto. David F. Sabadell


Llega el 11 de marzo de 2004 y cambia esa perspectiva de una derrota tranquila.
Es un proceso de emperador desnudo: esto ya no hay quien se lo trague. Después de todas las asambleas que tuvimos tras el 11M, siempre decía que la diferencia es que hablamos un montón. Yo recuerdo salir a la calle y no dejar de hablar con gente a la que conocía y a la que no conocía. Recuerdo las miradas en el metro, la gente mirándose con algo entre miedo y a la vez dándose seguridad. Era un clima tan de amor. Y a lo mejor tienes razón y el discurso grande no lo cuestiono. Todo lo que te contaban desde la tele sonaba falso. Sobre todo, lo que sonó enormemente falso fue eso de que “no se habla de nada, no se negocia”. No fue tanto el que mintieran, sino que te dijeran que lo tenían clarísimo. Eso yo creo que fue el clic fuerte. Esa certeza: esto es así porque lo digo yo y no hay más que decir. Entonces, lo que había sido un discurso muy hegemónico y que parecía muy asumido, en cuanto se empezó a cuestionar un poquito, se evaporó.

Después de tantos años seguimos en un punto parecido: quien defiende el diálogo es acusado de traidor a la patria. La izquierda está incómoda en el marco nacional, se ha quedado en suspenso la victoria de la derecha, etc. ¿Temes o te parecen inevitables las proyecciones a nuestro tiempo de lo que cuentas en el libro?
Es una cosa con la que yo sinceramente no contaba. Este libro ha tenido una redacción larga, a pesar de que es tan corto, porque la vida no deja huecos. Cuando le pusimos fecha para salir, fue exactamente el 29 de mayo. Entonces, asumimos que íbamos a sacar un libro de estas características con un gobierno de derechas. Cuando las últimas pruebas llegaron a corrección, acababa de pasar el 23 de julio. Entonces asumimos que no íbamos a sacar este libro con un gobierno de derechas. Y entonces se montó todo este pitote de la amnistía. Ni aposta. Digamos que no me dan reparo los paralelismos que se pueden hacer ahora. De hecho, espero que se hagan porque el problema territorial no se resolvió ahí, porque se resolvió sobre el plano internacional. Y eso fue bastante relevante. 

¿En qué sentido?
Te hago un inciso, la estructura del libro, que siempre estuvo súper clara, era comenzar con las Manos Blancas, que para mí fue el momento en que me di cuenta de que el PP iba a ganar. Me acuerdo de ver la manifestación tras el asesinato de Francisco Tomás y Valiente [febrero de 1996] y decir ya está, ha ganado la derecha [las elecciones generales fueron en marzo de 1996]. En aquel momento me costó mucho encontrar a alguien que simpatizara con mi interpretación de que lo que eso significaba era proclamar nuestra inocencia: nosotros no hemos hecho nada, somos inocentes, los culpables son los etarras, pero nosotros, nada. Y coño, veníamos de todo el GAL. Para mí era importante empezar el libro con las Manos Blancas y acabar en el 13M, que era, digamos, el momento contrario: se pueden hacer cosas. 

Pero no se cierra completamente.
La hipótesis fuerte es que, cuando parece que resolvemos un problema, no lo estamos resolviendo porque lo estamos trasladando al plano internacional y en ese plano, como siempre, nos resulta mucho más fácil. Ahora mismo, a la izquierda nos resulta mucho más fácil agruparnos sobre Palestina que sobre la amnistía catalana. Ahí está la derecha manifestándose por la amnistía catalana y la izquierda manifestándonos, como debe ser, por Palestina. Pero ese otro problema no está resuelto y estos son estertores. Entonces me parece guay que, quien lea el libro, extrapole. Lo que no me siento tan cómoda es extrapolando yo. Vuelvo un poco al inicio de la conversación: esto no es un diagnóstico. Ni siquiera es un diagnóstico de la izquierda del año 2000, es un diagnóstico de los cuatro chalados que nos juntábamos para hacer cosas. Pero ese peligro, el de que lo que yo diga sobre el Madrid del año 2001 o 2004 se considere una teoría o se considere un diagnóstico, es realmente lo que más miedo me daba de escribir el libro. Y para eso necesitaba yo acudir a un Galdós que explique: “Ana cuenta esto así porque no salía de Lavapiés”. 

Para el final queda otro aspecto importante al que prestas atención: los funerales.
Al final he hecho un libro sobre funerales y manifestaciones, básicamente [Risas]. Yo empecé pensando que estaba haciendo un libro sobre distancias. Sobre cómo se crean esas distancias. Distancias de todo tipo: distancias de clase, distancias geográficas, políticas, ideológicas, etc. Porque además percibía muchísimas: Manuel y yo, Manuel y su familia, Euskadi-Madrid, Derecha e izquierda. Y acabé haciendo un libro más sobre cómo se gestionan esas distancias, cómo se reúnen esas distancias.

El funeral es eso, es un lugar donde restañas las distancias incluso aunque sea momentáneamente y de una manera muy artificiosa. En el tanatorio se crea un lugar de encuentro. Solo acudir ya es un gesto. Por eso se parecen a las manifestaciones, porque solo ir ya es un gesto, y una vez que estás ahí pues se crea una especie de coreografía sutil o poco sutil depende de qué familia: quienes lloran muchísimo, quienes no lloran, “porque llora tanto la tía Margarita si no la conocía de nada”. Pero todo se acepta de alguna manera, lo cual ya es bastante respecto a la vida cotidiana. Es un rito que a mí me fascina bastante, la verdad, y sobre todo lo fácil que es darse cuenta de la necesidad de ese rito. A mí me dolía mucho pensar en un tanatorio de la familia de Manuel Indiano contaminado de alguna manera por la urgencia, por el funeral de Estado. Y a la vez esto te lo digo ahora porque en su momento no lo pensé, es posible que ese tanatorio fuera la única manera de reconciliar a los padres y hermanos de Manuel con la vida de Manuel que se había perdido.

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