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Nostalgia de los 80: educados para consumir

Ah, los ‘80. Qué felices éramos de la mano de Naranjito, Ruperta, Marco y los modernos de la Movida… Reducidos a una imagen entrañable y nostálgica, los ‘80 vuelven como reclamo comercial y revival cultural. El escritor Isaac Rosa desentraña el último grito en marketing cultural.
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4 sep 2008 11:02

Cuerpo a tierra, que vuelven los ‘80! Tranquilos, que nadie huya. No vuelven –no con el mismo rostro al menos– el paro juvenil, las reconversiones industriales, la guerra sucia, el desencanto, la desactivación de los movimientos civiles, la domesticación o marginación de la cultura subversiva, la heroína o la estafa de la OTAN. Nada de eso, ¿quién quiere acordarse de esas minucias? Vuelven los ‘80, pero lo hacen en su rostro dulce, el que todos queremos recordar, el que tapa todo lo anterior: las sintonías televisivas, el encanto retro de las series que nos gustaban, el pop pegadizo, los gadgets pretecnológicos del mundo anterior a Internet, el pelo cardado, las hombreras... Ya saben, todos esos iconos domésticos que hoy utilizan en sus campañas publicitarias los fabricantes de refrescos, los bancos, las inmobiliarias y cualquier vendedor que quiera engatusar por la vía rápida a quienes hoy tenemos más de 30 años. Vuelven los ‘80, como antes volvieron los ‘60, claro.

Cada generación tiene su edad dorada a la que remitirse, su infancia feliz que el tiempo filtra hasta dejar en la madurez sólo aquellos posos brillantes, el fácil caramelo de la nostalgia. En efecto, nuestros padres también sucumbieron años atrás al revival de los años ‘60, pero no era lo mismo. Para empezar, por mucho que la memoria sentimental limpiase aquellos años, seguían vinculados a la dictadura, y la mayoría no contaba con una épica luchadora personal a la que encomendarse, así que la recuperación de los ‘60 siempre quedaba coja. A cambio, los ‘80, desprendidos de todas aquellas minucias que mencionamos arriba, poseen el resplandor de la libertad recién conquistada –u otorgada, pero no estropeemos la fiesta–, de la democracia estrenada, la modernidad descocada de aquella Movida que en el recuerdo aún reluce con el brillo prestado de una revolución.

Nacidos en la era del consumo 

Pero la diferencia fundamental es otra: quienes nacimos en los ‘70, los que hoy llegamos a la edad adulta –aunque nos insistan en que seguimos siendo unos chavales–, fuimos la primera generación educada en una sociedad de consumo plena como era la de los ‘80, cosa que no era aún la de los ‘60. Porque a eso, como a tantas cosas, también hemos llegado tarde.

La transformación por la que el principal motor del sistema económico deja de ser la producción de productos, y pasa a ser la producción de consumidores para esos productos, arrancó en EE UU en los años ‘20, y en Europa occidental se generalizó tras la II Guerra Mundial.

España, en cambio, siguió siendo durante décadas un país en que la economía de subsistencia era la única posible para la mayoría de la población, pues la guerra y la posguerra interrumpieron el primer embrión de sociedad de consumo que, por escasa que fuese, hubo en los años ‘20. Sólo a partir de los ‘60 encontramos manifestaciones de algo parecido al consumo de masas, cuando se consolida el modelo capitalista en España, aunque todavía lastrado por la inercia de tantos lustros de carestía. Será el proceso de Transición a la democracia el que termine de homologar al país en lo económico, si bien la crisis moderará el proceso.

De manera que, con décadas de retraso, será la generación de los nacidos en la Transición la primera llamada a convertirse en objetivo preferente de esa industria de fabricación de consumidores.

La nuestra es, en efecto, una generación educada para consumir. Podríamos decir que, antes que una educación sentimental o una educación política, los niños de la Transición compartimos una educación comercial. O incluso podríamos decir que nuestra educación sentimental y política fue en realidad esa misma educación comercial, que toma hoy forma de señas de identidad generacionales.

Educación sentimental y política 

Nuestros padres y abuelos compartieron más o menos una formación sentimental –la que reflejó Vázquez Montalbán en su Crónica sentimental de España–, y una educación política –la franquista– a la que algunos además sumaban una segunda –la antifranquista–. En cambio, los referentes con que se construye la educación sentimental de mi generación proceden en su mayor parte del terreno comercial: series televisivas, cine industrial, dibujos animados, anuncios, eslóganes, marcas, modas... En cuanto a nuestra educación política, también fue filtrada por esa misma educación comercial. Sirva una anécdota como ejemplo: una canción como No nos moverán, que fue himno de la lucha de la generación anterior, y que representa buena parte de la resistencia social en el tardofranquismo y la Transición, llega a nuestros oídos corrompida, convertida en el simpático “Del barco de Chanquete / no nos moverán”, que muchos toman hoy por el tema original, borrando así toda una tradición de resistencia, de forma que ingresamos en la democracia con el contador a cero, sin referentes previos, como si todo comenzase en ella. Además, las condiciones en que nuestra generación pasó la infancia fueron las ideales para ese proceso de educación como consumidores.

Fuimos la primera generación completamente desprendida de la austeridad de nuestros padres y abuelos, lejano ya el recuerdo de los años de necesidad, y llegados a una democracia que era saludada como un gran banquete al que todos podíamos sentarnos, y en el que, nos aseguraron, se democratizaban también las oportunidades de prosperar, de llevar un nivel de vida superior, de consumir más allá de lo necesario pues la única necesidad a satisfacer era la propia necesidad de consumir. Sobra añadir que fuimos, sobre todo en las ciudades, los primeros niños en los pasillos de los hipermercados, y éramos receptores de una televisión única, de audiencia cautiva, en la que los mensajes llegaban con más facilidad.

A la felicidad por el consumo Quien mejor nos ha definido, a su manera, es Coca Cola, que no en vano ha explotado el recurso a la nostalgia de los hoy treintañeros en sus últimas campañas. En uno de sus spots, tras el habitual catálogo de referentes –Maradona, el VHS, el Un, dos, tres, las hombreras...–, concluye con la proclama de un joven, refresco en mano: “Ese pasado glorioso nos ha convertido en lo que hoy somos: gente con una inmensa capacidad para ser feliz”. Sustituyan “ser feliz” por “consumir” –que en la actual escala de valores es sinónimo–, y entenderán la broma del asunto. Educados como tales, somos hoy consumidores antes que ciudadanos, y de hecho nuestras vías de participación ciudadana son casi siempre comerciales: ejercemos nuestros derechos como consumidores, reclamamos a los fabricantes, y proponemos boicots a productos, huelgas de un día sin comprar o apagones como gesto de protesta.

Por todo ello, no es extraño que quienes tanto invirtieron en nuestra formación como consumidores, quieran hoy recoger los frutos: llegados a la edad adulta, con independencia económica y poder adquisitivo –por escaso que éste sea–, y educados en la emulación, la desinhibición consumidora y la insatisfacción, somos el objetivo de los vendedores de cualquier cosa hoy. Y esa centralidad, ese protagonismo que nos hace sentirnos preferidos, deseados, sirve también para disimular nuestra falta de poder, nuestra marginación en la toma de decisiones.

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