Educación
Tres apuntes sosegados sobre el debate de la jornada continua

Presentada en muchos casos de manera maximalista y poco aterrizada, la discusión sobre la jornada escolar genera fuertes reacciones pues cuestiona nuestras convicciones y experiencias.
Sarah Babiker
13 may 2022 06:00

Los debates relativos a la infancia y la educación a veces se convierten en objeto de polarizadas guerras culturales, y otras, de manera menos estruendosa pero también con sus aspavientos, devienen en un pasional debate transversal entre personas, grupos sociales o corrientes que en muchas otras cuestiones están de acuerdo o no tienen grandes disensos. 

El miércoles 11 de mayo la publicación de un estudio que calificaba como “negativa” la jornada continua —y su replicación en los medios— generó una de estas olas de debate en las que, principalmente las personas concernidas con el mundo escolar, contrastaban opiniones en sus redes sociales (las virtuales y las que no) con grados distintos de vehemencia. Con este artículo me gustaría sumarme al debate, no tanto para rebatir o reforzar una postura u otra —sin presumir neutralidad, pues yo soy partidaria de la jornada continua— si no reflexionando sobre lo que podemos aprender del mismo.

Dificultad para el sosiego

El debate de la jornada escolar se da en muchas ocasiones en términos de crispación absoluta, no hace mucho veíamos la furiosa y beligerante reacción ante un reportaje en el Salto Diario sobre la cuestión, firmado por la compañera Gessamí Forner. Si bien el disenso es natural, la agresividad es tóxica. Más allá del ruido, cabe preguntarse por qué esta controversia genera tantas pasiones.

Creo que lo movilizante de este debate es que pone en cuestión capas profundas de nuestra visión de la educación e incluso del modelo de sociedad que queremos. Más aún, me atrevería a afirmar a que la emocionalidad que arrasta la discusión se debe a que en ocasiones leemos en ella —defendamos una u otra jornada— una especie de acusación encubierta.

Por tomar el ejemplo más reciente, cuando se afirma en un titular que la jornada continua es negativa para los niños, uno puede sentir que lo que considera mejor para sus hijas y los del prójimo es tachado de nocivo, y con ello, se le señala por perjudicar —con comidas tardías o jornadas extenuantes—  a quienes tiene la convicción de estar favoreciendo. Cuando el argumento es que la jornada intensiva amplía la brecha de género o la desigualdad de clase, una, que es totalmente feminista y radicalmente de izquierdas, puede sentir que se le acusa de ir con su apuesta por la jornada continua contra sus propios principios, y esto cabrea y turba. 

El debate sobre la jornada escolar moviliza porque pone en cuestión capas profundas de nuestra visión de la educación e incluso del modelo de sociedad que queremos

Veamos el planteamiento opuesto: Cuando se señala que la jornada partida acaba priorizando el rol de guardería de los centros educativos como espacios donde dejar a niñas y niños para que los padres puedan cumplir amplias jornadas laborales, o que apuntar a esta vía es una especie de sumisión al orden laboral establecido que nos condena a largas jornadas de trabajo, o es más, cuando se argumenta que las largas jornadas escolares sirven para socializar a los niños y niñas en este sistema, uno también puede verse cuestionado en su rol como padre o madre (me están acusando de que solo quiero que me guarden a los niños), o en sus valores políticos más profundos (me estás diciendo que no solo me someto al status quo laboral sino que soy cómplice en el sometimiento de mis retoños).

Es importante “rehumanizar” las discusiones y no convertir a quienes disienten con nuestra visión en memes (burgueses pro crianza intensiva los primeros, o esclavos acríticos del trabajismo los segundos), se trata además de un debate que nos permite abrir otros melones que aquí no hay espacio ni tiempo para degustar: el de las jornadas laborales incompatibles con los cuidados, el de la infravaloración del trabajo reproductivo respecto al trabajo productivo independientemente de lo mierda, explotador o incluso nocivo que pueda ser dicho trabajo. Por no hablar de reducir la conciliación a algo que compete a colegios y madres, como si no hubiese otras formas familiares, públicas o comunitarias de abordar la urgente redistribución de los cuidados, ni se pudieran estudiar otras formas de redistribuir riqueza más allá de los salarios para poder contar con más tiempo y poder vivir mejor.

No es un debate que pueda hacerse sin situarse

Hay otra cosa que creo que moviliza con resultado de agitación, y no es ya el hecho de que tal como se plantea el debate muchas veces una se vea impugnada en sus creencias o en sus convicciones, sino que es su propia experiencia la que se cuestiona. Y es que este debate revela que todo cambia mucho según el territorio del que estemos hablando, la edad de las niñas y niños, la propia realidad familiar o las características y necesidades del centro educativo.  Los debates maximalistas sobrevuelan todas esas realidades, generan disonancias cognitivas y, digámoslo claro, también irritan.

Por ejemplo, hablo de Madrid, cuando vemos que la cosa se pone en términos de conciliación, la experiencia de muchos es que niñas y niños en jornada continua salen a la misma hora que quienes tienen jornada partida, y que también cuentan con extraescolares asequibles para ampliar un poco más la jornada. Por otro lado vemos que para muchas personas que están en paro, o tienen jornadas parciales, irregulares u horarios de tarde, la jornada partida es un incordio. Por otro lado, hablar de la mejor calidad de la alimentación en los comedores o considerar que es en estos espacios que se aprende a comer, choca con la experiencia en muchos centros donde la comida proviene de caterings de cuestionable calidad. También se presupone que es más económico comer en el comedor, pero tantas familias se quedan fuera de las becas, y el precio de los comedores resulta a menudo superior a lo que se gasta comiendo en casa, sin renunciar a la calidad de la comida.

Tampoco la acusación de querer tener a los niños más tiempo guardados pueda sostenerse en la realidad de gente que curra con los horarios con los que curra la gente en este país, y no cuenta —como muchísima gente— con otros apoyos. Cuyos hijos e hijas también pueden disfrutar de estar en su lugar de socialización de referencia jugando con compañeros, o tomando extraescolares. Madres y padres que están encantados de pasar tiempo con sus hijos e hijas cuando el trabajo se lo permite. Y más allá de la conciliación, por qué no admitir que a muchas familias en realidades territoriales diversas, en centros educativos diversos (en cuanto a comedores, dinámicas internas, etc),  les pueda parecer más apropiada la jornada partida. 

La estéril lógica de los grupos contrapuestos

Si hay algo que revela lógicas dilécticas malsanas es presentar a los diversos actores como grupos homogéneos de intereses contrapuestos: los profesores contra los intereses de los padres, los padres contra los intereses de los niños, o los sindicatos contra los intereses de las trabajadoras de las empresas de los comedores. Qué debate sosegado podemos tener cuando al que defiende la postura contraria se le presuponen motivaciones egoistas o falta de interés por el bienestar de hijos e hijas, alumnos y alumnas.
Todo debate sobre educación que se base en una crítica al profesorado como un uniforme gremio profesional que intenta preservar sus privilegios es una gran red flag que debería erizarnos los cabellos

Parto de la premisa de que todo debate sobre educación que se base en una crítica al profesorado como un uniforme gremio profesional que intenta preservar sus privilegios es una gran red flag que debería erizarnos los cabellos. Y que todo debate sobre la jornada escolar que parta de la premisa de que el horario laboral de maestros o profesoras acaba cuando salen de la escuela o se reduce a las horas lectivas, es una conversación propia de gente muy alejada de las aulas.

Parto también de la premisa que todo debate sobre educación que se reduzca a una batalla cultural sobre familias que privilegian estar con sus hijos e hijas, y familias que necesitan trabajar y conciliar, desapegado de las condiciones materiales de escuelas y hogares, es un debate estéril. Pero que también manipular el eje de clase para barrer para casa, es perezoso, y una vez más, maximalista y poco situado. 

Esto no niega que haya intereses en este debate, claro que los hay, por ejemplo cabe preguntarse —como ya se hace— qué intereses pueden tener las comunidades autónomas para implantar la jornada continua en cuanto a ahorro presupuestario, y para ello no es necesario estar en contra de esta jornada. Y puede uno plantearse también qué intereses tiene una escuela de negocios, como la que está detrás del informe citado, cuando publicita las bondades de un modelo que en muchas comunidades solo tiene la escuela concertada, siendo el negocio de la educación uno de los más suculentos para el neoliberalismo, independientemente de si se está a favor o no de la jornada partida.

Mientras nos tiramos los trastos a la cabeza para debatir sobre una jornada o la otra, una vez más se quedan cuestiones materiales de fondo eclipsadas: la inestabilidad del profesorado, las altas ratios, la hegemonía de la concertada en tantos sitios, la segregación entre pública y concertada, y dentro de la propia escuela pública, la segregación que se está operando entre unos barrios u otros o las desigualdades que se reproducen dentro de los mismos centros educativos.

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