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Unión Europea
El patrón nos quiere apartados. Hacia el capitalismo de apartheid en Europa
El presente y el futuro de los movimientos de clase dependen de un análisis distinto de la contrarrevolución neoliberal, por un lado, y sobre todo, por el otro lado, de un nuevo enfoque de la cuestión de la movilidad y la frontera como problema y motor histórico del capitalismo.
(Este artículo pertenece al dossier sobre migraciones, “Migratzaielak. Kapitalismoaren bizitza bastertuak”, del número 10 de la revista Talaia, publicada por la Fundación Ipar Hegoa)
El año 2020 se ha ganado a pulso el derecho de ser uno de los grandes puntos de inflexión histórico mundiales del siglo XXI, y cuando escribo esta contribución el peso de la incertidumbre sigue siendo abrumador respecto a la claridad de las tendencias en lo político y en lo social. Pero sí se puede afirmar que la crisis pandémica del Covid-19 está funcionando como un acelerador y un catalizador de procesos que ya estaban en curso desde hace décadas. El principal proceso afectado, qué duda cabe, es la crisis de sostenibilidad del neoliberalismo en todo el orbe. La depresión económica de dos dígitos en casi todos los países, provocada por la parálisis de la actividad económica —salvo China, sus satélites económicos y los pocos países menos integrados en el mercado mundial— es un toque de difuntos para el régimen neoliberal vigente desde hace 40 años en el mundo occidental. Desplome de los sistemas sanitarios; incapacidad de coordinación de esfuerzos y recursos entre territorios; chantaje y aprovechamiento de la situación por parte de las industrias farmacéuticas y sus intermediarios; primacía obscena de la ganancia, el dividendo y la renta parasitaria sobre las vidas y la rentas del trabajo dependiente por parte de bancos, fondos de inversión, corporaciones y grandes empresas industriales y de servicios… Los resultados de esta prueba de stress para los regímenes neoliberales son demoledores.
Predomina la conciencia de que si no se produce un giro de timón en la distribución de la riqueza, en el papel de la inversión pública, en las políticas macroeconómicas de control de la inflación y en el control de las emisiones de CO2, de la depresión global desencadenada por la pandemia puede surgir un escenario aún más dantesco de colapso de la civilización capitalista
No en vano, el desconcierto y el miedo dominan los espíritus de las cabezas pensantes del neoliberalismo. Predomina la conciencia de que si no se produce un giro de timón en la distribución de la riqueza, en el papel de la inversión pública, en las políticas macroeconómicas de control de la inflación y en el control de las emisiones de CO2, de la depresión global desencadenada por la pandemia puede surgir un escenario aún más dantesco de colapso de la civilización capitalista. Así que tenemos que acostumbrarnos a leer, por ejemplo, que el FMI declare el final de las políticas de austeridad y recomiende despreocupación en el gasto público y el regreso del Estado emprendedor como actor principal de un capitalismo de servicio público. ¿De veras? ¿Así de sencillo?
La irreversibilidad neoliberal y la derrota histórica del movimiento obrero occidental
Para qué extenderse sobre lo obvio: el objetivo fundamental de la contrarrevolución neoliberal consistió en desarticular los contrapoderes del movimiento obrero (organizado y no, oficial y “otro”) en el terreno de las relaciones laborales y en el terreno de la reproducción (el salario indirecto que se determina como acceso a la sanidad, educación, derechos reproductivos, pensiones, vivienda digna). Los objetivos pueden resumirse de la siguiente manera: romper la rigidez a la baja de las rentas del trabajo, imponiendo de nuevo el salario como variable dependiente; reconquistar la libertad de circulación de los capitales (financiarización y deslocalización de empresas); pero el objetivo fundamental ha sido el de destruir la sociedad salarial del régimen fordista y el poder social que correspondía a las y los trabajadores.
El historiador económico Robert C. Allen habla de que vivimos una nueva “pausa de Engels”: se llama así a la depresión salarial que acompañó en Inglaterra la revolución industrial hasta mediados de la década de 1840, precisamente el periodo que Friedrich Engels describe en su La condición de la clase obrera en Inglaterra en 1845, en el Manchester en el que estaba situada la fábrica textil de la familia. El mismo Robert C. Allen afirma que desde la década de 1970 asistimos a una nueva “pausa de Engels”: en el caso de Estados Unidos, mientras que la productividad por trabajador no ha dejado de aumentar, los salarios se han estancado sin remedio. Pero lo que importa es señalar las causas fundamentales. La crítica dominante al neoliberalismo en la izquierda y en el movimiento sindical se ha fijado en la movilidad del capital y de los mercados: la movilidad, la “fuga” del capital sería uno de sus atributos propios, y lo único que podría hacerse en su contra es resistir, apoyándose en la fijación espacial de las condiciones de producción: capital fijo y fuerzas de trabajo frente a la movilidad del capital financiero. El resultado de esa estrategia de resistencia ha sido negativo. Esto ha llevado, no sólo a un debilitamiento histórico extremo de las fuerzas del trabajo y de los sindicatos de clase, sino también a una degradación misma de la categoría de “clase trabajadora”, reducida a un grupo de interés y a una minoría social en las descripciones dominantes de las sociedades occidentales contemporáneas.
El presente y el futuro de los movimientos de clase dependen de un análisis distinto de la contrarrevolución neoliberal, por un lado, y sobre todo, por el otro lado, de un nuevo enfoque de la cuestión de la movilidad y la frontera como problema y motor histórico del capitalismo. Y en esa medida está en juego una concepción de clase de las migraciones, así como una línea de clase respecto a las formas de fijación espacial de las fuerzas de trabajo mediante legislaciones de extranjería, permisos de trabajo y fronteras, que construyen mercados de trabajo y de derechos sociales y políticos que segmentan y dividen las fuerzas del trabajo. Está en juego otra política sindical antirracista, en la que no sólo no haya contradicción entre los “valores” éticos y los intereses de clase, sino que ambos formen una sola y misma composición ética y política, capaz de reconstruir contrapoderes de clase y, por lo tanto, de nuevas conquistas para una clase trabajadora transformada en las luchas.
El presente y el futuro de los movimientos de clase dependen de un análisis distinto de la contrarrevolución neoliberal, por un lado, y sobre todo, por el otro lado, de un nuevo enfoque de la cuestión de la movilidad y la frontera como problema y motor histórico del capitalismo.
El papel histórico de la movilidad y la autonomía de las migraciones
Podría decirse que, en los orígenes del régimen salarial en el capitalismo, “en principio fue la fuga”. Como ha demostrado suficientemente Yann Moulier Boutang en su estudio monumental De la esclavitud al trabajo asalariado, en el origen del régimen salarial está la fuga de los esclavos, el sabotaje, la imposibilidad de sostener la economía de plantación y de fijar espacialmente al factor trabajo. Esto contrasta con los relatos canónicos del origen europeo del capitalismo, donde el proceso de cercamientos de los bienes comunales (enclosures) en Inglaterra produce lo que Marx llama el “trabajador libre”: libre de vender su fuerza de trabajo en las ciudades o perecer. En este relato el capital aparece como dueño y señor de los factores espaciales. El capital mueve a su antojo las fuerzas de trabajo, las arranca de su fijación espacial, destruyendo sus formas de vida.
Pero si consideramos el capitalismo histórico desde el punto de vista de su origen colonial, vemos que lo primero es la fuga, la movilidad autónoma de las fuerzas de trabajo, mientras que lo que define las prácticas del capital es la frontera, el embridamiento, la fijación espacial diferencial de las fuerzas del trabajo. Cuando el capitalismo nace en la colonia y construye un sistema mundo colonial, lo que mueve las mutaciones del capitalismo es la resistencia que se ejerce en la movilidad, la fuga y el sabotaje de las condiciones de producción. Esto cualifica las migraciones como un movimiento histórico de fuga de las fronteras coloniales hacia mejores condiciones de trabajo, entre las colonias y los centros metropolitanos, pero también dentro de los propios Estados-nación. Así podemos entender y reconstruir históricamente, desde el punto de vista de la movilidad autónoma de las fuerzas del trabajo, la formación de las grandes concentraciones industriales urbanas europeas, consolidadas durante los llamados “treinta gloriosos” después de la Segunda guerra mundial, pero también su crisis y su decadencia en las décadas de 1980 y 1990. A este respecto, resulta fundamental leer los trabajos de Sandro Mezzadra, Derecho de fuga y, junto a Brett Neilson, La frontera como método.
Cuando el capitalismo nace en la colonia y construye un sistema mundo colonial, lo que mueve las mutaciones del capitalismo es la resistencia que se ejerce en la movilidad, la fuga y el sabotaje de las condiciones de producción.
Pero las derrotas salen caras, también en los imaginarios y las identidades de clase. Las fronteras y las bridas que el capital crea en su despliegue se ven acompañadas por las formas de racismo obrero, que ven en los migrantes una figura que amenaza su poder de negociación, puesto que, dice la narración racista, están dispuestos a aceptar peores condiciones de trabajo y son movilizados por el capital precisamente para eso. Se suele citar el racismo supremacista de la American Federation of Labor de Samuel Gompers, que a finales del siglo XIX y principios del siglo XX discriminaba a los trabajadores afroamericanos, a los coolies procedentes de China y, por supuesto, a las mujeres. Pero no se trata de pecados originales de un movimiento obrero aún en los albores de su pleno desarrollo: sigue resultando funesto recordar la campaña “contra la inmigración, oficial o ilegal” del secretario general del PCF, Georges Marchais, durante la campaña presidencial de 1981 en Francia. Esta línea, la de “inmigración, la que hay y no más”, sigue vigente en nuestros días, dentro del mundo sindical y de la izquierda, sin que sea necesario citar ejemplos notorios.
El apartheid como institución fundamental del capitalismo
Es necesario apuntar a lo fundamental: la competencia a la baja entre grupos de trabajadores, en un mercado de trabajo sometido a la frontera y al embridamiento de las fuerzas de trabajo migrante mediante el sistema de los permisos de trabajo, es el dedo que apunta a la Luna. Y la Luna es que las restricciones a la movilidad de unos trabajadores son el problema y no la solución. Cuando existe la limitación de la movilidad y de la libertad de instalación de las y los migrantes, se dificulta la capacidad de fugarse, de escapar en busca de mejores condiciones de trabajo, anulando así el chantaje al conjunto de la clase por parte de los poseedores de capital. En este sentido, la lucha por la libertad de movimiento y de instalación de todas las fuerzas del trabajo tiene la misma potencia decisiva que la lucha por la equiparación de derechos políticos, civiles y laborales de las mujeres.
Esto cobra hoy en Europa mayor importancia si cabe, puesto que, en la crisis terminal del neoliberalismo, las clases poseedoras de capital se inclinan fuertemente por apuntalar este régimen mediante la legalización e institucionalización de formas de apartheid en los países europeos, contando con ganarse así a la “fuerza de trabajo nacional”. Se trata de instaurar lo que hasta ahora ha sido una institución colonial en las metrópolis postcoloniales. El nuevo movimiento obrero se juega en la lucha contra este nuevo apartheid su propia existencia como realidad emancipatoria, pero en esa misma lucha se juega el destino mismo del continente europeo. Pero es necesario no olvidar lo fundamental: el apartheid es el continuo, acompaña siempre los orígenes coloniales del capitalismo. Las actuales legislaciones de extranjería, los permisos de trabajo y los sistemas de fronteras internas y externas de la Unión Europea, el Convenio de Dublín sobre la acogida a personas refugiadas, son modulaciones, más o menos intensas, del mismo continuo histórico de apartheid. Tal es la paradoja: hoy la definición de las fuerzas del trabajo va más allá de la figura masculina, blanca, industrial, y se presenta como una multiplicidad rica de diferencias cooperativas, géneros, lenguas y lenguajes, afectos y saberes. Contra esta multitud que (en la lucha, cuando lucha en común) puede ser clase, el dominio del capital sólo puede pasar por separar, embridar, enfrentar y gestionar esa multiplicidad, desfigurándola como un sistema de privilegios y preferencias “nacionales” y/o “blancas”.
Lejos de ser una cuestión marginal para el movimiento sindical en nuestros días, se puede decir que la lucha por la libertad de movimiento e instalación de todas las fuerzas de trabajo, contra los sistemas de apartheid de baja o alta intensidad, es el problema principal del sindicalismo emancipador hoy. Todos los esfuerzos que se dediquen a resolverlo en las propuestas, las luchas y las alianzas sociales y políticas serán pocos.