Pensamiento
Romper el espejo

Yo misma, supongo es un artefacto literario que no apuesta por la complacencia ni la seducción del lector, sino más bien por la incomodidad y la autocrítica.

Ilustración de Natalia Carrero
Ilustración de Natalia Carrero
@magoa_
12 nov 2017 14:21

Valor y dinero

Valentina, la protagonista de Yo misma, supongo, tercera novela de Natalia Carrero, es una chica desorientada y práctica, lectora compulsiva de Emily Dickinson, que asocia inmediatamente el sexo y el dinero, con todas las consecuencias, sin dramatismo. Pronto se da cuenta de que el dinero es el motor –y brillo cegador– porque asigna un valor: se es nada o se significa poco si se carece de él. Tener dinero o no tenerlo, valer o no valer, involucra relaciones de poder además de semánticas. Valentina no tiene dinero, pero tiene otro poder: el de expresar mediante la palabra.

“Lo que me pasa se llama letras, lo que me pasa se llama para qué me sirven, si me duelen, si no consigo modelarlas para vivir.”, confiesa. Letras que duelen y confesiones que no encuentran un lugar mejor donde caer que los papeles que Valentina va guardando en carpetas. Todo lo que sabemos de ella es a través de los textos que escribe. Estos constituyen los materiales del currículum textual de su vida, que van acompañados de una carta motivacional destinada no a un jefe, sino a un marido a quien pide confianza y aprobación para un proyecto –esta locura– de ser escritora. Su escritura rápida se organiza bajo fechas que hacen de puntales que permiten un orden cronológico en un currículum que incluye también dibujos, esa letra hecha para ser mirada, que Natalia Carrero considera la trastienda de la literatura

Valentina escribe desde la rebeldía, no para dar curso a la expresión de una literatura bienpensante sino, al contrario, contra esa literatura enferma de sí misma, demasiado autorreferencial. Valentina busca la expresión en su propio malestar: escribe agolpada, agrietada y rota –diferentes caras de la imperfección– en un enfado que es, a la vez, una toma de conciencia de sus porqués y un cuestionarse que muestra las contradicciones que la atraviesan como creadora y como mujer. «¿Es cierta la sentencia de que hay que trabajar para vivir? ¿Quién y por qué lo dice?» Porque el enfado es también con la hipocresía social y su exigencia de vida supuestamente normal y correcta; al mismo tiempo, es una lucha con los estereotipos, como el representado por la familia nuclear que acaba creando, donde el hombre, Juan, es quien la sustenta económicamente; y, por supuesto, un enfrentamiento a la mentira del mundo laboral:

«¿Por qué debo pasar por el tubo de la normalidad, por qué debo aparentar que soy capaz de desempeñar una labor importante no para la sociedad, sino para el capital, esa abstracción incomprensible que todo lo contamina?»

el espejo ROTO 

Yo misma, supongo es un artefacto literario que no apuesta por la complacencia ni la seducción del lector sino más bien por la incomodidad y la autocrítica. Está escrito con la conciencia de querer desmontar los esquemas dominantes de la novela, de herencia decimonónica (entendidos bajo la estructura tradicional de comienzo, nudo y desenlace) pero, al mismo tiempo, pretende también diferenciarse del producto comercial «que lleva conservantes y fecha de caducidad».

«Una de mis intenciones sí que era la clásica de la novela como espejo, pero con el espejo roto.», declaró recientemente en una entrevista Carrero. En Yo misma, supongo juega con la plasticidad del lenguaje, con montajes, desmontajes y con los géneros narrativos, la tachadura y el garabato desde un concepto de libro ampliado, que se empieza a leer ya en la portada y se expande hasta la solapa, dando muestra de la clara voluntad de la editorial Rata por descolocar la literatura, incluyendo el diseño del libro.

Valentina busca constantemente una aprobación exterior de su capacidad para escribir. A sus dificultades para escribir una novela se supoperpone la dificultad de ser madre de dos niñas, esposa y amiga: «Lo suyo son los presentes que se interrumpen, que se descuelgan y luego no encuentra el modo de unirlos.» Se trata de un problema con la linealidad y el sentido que es, a un tiempo, un problema con la tradición literaria, la sociedad y la falta de convencimiento de que es de sí misma de quien debería obtener la aprobación buscada. Y todo desarrollado bajo la sombra amenazante del dinero fortalecida por una autocrítica feroz: «¿A qué podría dedicarse, qué trabajo o identidad social remunerada podría desempeñar, a cambio de un sueldo que la ayudara a recobrar ese cierto sentido de la utilidad, de servir para algo, sin el cual todo le resulta demasiado incomprensible?»

Por otro lado, para Valentina la necesidad de escribir se une a la necesidad de dejar de ser víctima. La fuerza de lo no resuelto, los problemas familiares de los cuales Valentina ha huido sin llegar a superar, son el tema que subyace a su escritura y están presentes en el intento de ordenar sus estratos semánticos y esquemas mentales, algo que Valentina no ignora: «todo esto me pasa por pretender normalidad, normatividad, anulación, cuando debería haber sido yo misma».

No sin razón, el yo del título de la novela Yo misma, supongo interpela al yo egoísta e individualista que tantas veces somos, del que quizás lograríamos desprendernos rompiendo esos múltiples espejos del yo, propiedad privada cuyos reflejos nos sirven apenas de caparazón.

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