Pensamiento
¿Corazón que no siente?

Solo un buen análisis de la realidad nos permite saber dónde estamos y cómo organizarnos para cambiar la realidad.

26 may 2020 16:39

“Toda desigualdad humana se alimenta y desarrolla en los prejuicios, en la confusión de ideas. Ideas heredadas e ideas confusas sobre las causas de la desigualdad que naturalizan, encubren y legitiman. Ideas que nos invitan a pensar que nada sustancial puede cambiar o que, en el fondo el grado de “consentimiento” y “libre elección” es mayor que nunca. Y debemos alegrarnos y vivir la vida (...). Solo un buen análisis de la realidad nos permite saber dónde estamos y cómo organizarnos para cambiar la realidad. No hay nada más práctico que una buena teoría”, dice Ana de Miguel ya en la décimo primera página de su libro Neoliberalismo sexual. El mito de la libre elección

Me parece una referencia muy oportuna para inaugurar una nueva reflexión sobre el complejo espacio que conforma nuestras ideas, nuestro imaginario, en definitiva, sobre el poder de lo simbólico y su cautelosa ─prácticamente imperceptible para la mayoría─ estrategia de convicción ─estado, el de convencides, que acaba por aliarse, casi naturalmente con el de conformidad y/o pasividad─ y, desde la perspectiva reinterpretativa de nuestro micro y macroentorno, sobre su maniobra de confusión.

Ese gran mundo que son las ideas, abarrotado de millones de estímulos multiformes ─escuela, amigues, familia, televisión, música, libros, revistas, videojuegos, diarios, radio, películas, mitines políticos, discursos de eventos, conferencias, ¡lenguaje! y, por supuesto, el polivalente submundo de la publicidad y la propaganda…─, pensemos, paradójicamente, no es un mundo en el que nos detengamos a pensar. Pensamos ideas, las hacemos nuestras ─aún cuando están plagadas de sesgos ajenos inconscientes, eliminamos o readaptamos matices para hacerlas más propias─, pero pocas veces hacemos la pausa de pensar en qué ideas tenemos y por qué llegaron hasta ahí, hasta hacernos ser quienes somos, hacernos pensar lo que pensamos y hacernos actuar como actuamos. 

Básicamente, no nos permitimos edificarnos sobre dudas o suspicacias ─en realidad inherentes a la condición humana─, pues en la búsqueda de nuestra seguridad y ansia de pertenencia a ese micro y macroentorno, tendemos a buscar el refugio de las “verdades universales” que nos dicta la historia ─y la ciencia─, con la gran ventaja de que ya está escrita y no denota ─por lo menos a simple vista─ ningún atisbo de prevaricación u oportunismo. Y ahí, es cuando el Feminismo ─y su teoría para buena práctica─ desata la controversia, cuando aplica la perspectiva de género, cuando estima necesario, para “saber dónde estamos y cómo organizarnos” mirar la realidad desde los ojos de las mujeres y, también desde las personas históricamente discriminadas ─por razón de raza, etnia, religión, identidad, intensidad, orientación y expresión sexual y el eterno etcétera que tanto le gusta a la injusticia─. 

Habiendo rizado el rizo propio de la sospecha, se conjura la necesaria reflexión sobre la realidad de la que nos habla Ana de Miguel. 

Desde el Feminismo, entendido siempre como la alternativa, minuciosas investigaciones y estudios ─prestigiosos y reconocidos, por si cabe la duda─ nos aportan herramientas indispensables para la relectura sintáctica y semántica de la realidad que nos construye y que, interrelacionada─mente, construimos en cada gesto ─somos espectadores y actores simultáneamente─. En esta línea, en la reinterpretación que nos atañe, aludimos al magnánimo sistema patriarcal, el ancestral. 

Alicia Puleo, filósofa y teórica feminista, en su artículo “El patriarcado: ¿una organización social superada”, convoca a otra grande del feminismo, Celia Amorós, y nos explica su concepción del Patriarcado como un “sistema metaestable de dominación ejercido por los individuos que, al mismo tiempo, son troquelados por él”. Podemos comprobar que el Patriarcado tiene la majestuosa y causal capacidad de readaptarse a los tiempos, de mutar, de reconfigurar todo el sistema y retroalimentarse de todas las esferas de la estructura social, aún ─y quizá más─ cuando el Feminismo toma y retoma su megáfono. Es lo que llamamos “la reacción patriarcal” ─que brota a cada paso o conquista feminista en su afán de perpetuación─ bajo la que se cuelga el llamado “velo de la igualdad”. 

En la España del siglo XXI tenemos dos Leyes Orgánicas básicas adoptadas en torno al objetivo de erradicar, no solo la desigualdad por razón de sexo ─en el amplio abanico social─, sino y también ─como cabe esperar de un Estado democrático occidental muy moderno─, la violencia sexista o violencia de género y sus grandes amigos, los feminicidios. Véase, en sus títulos originales: Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres y Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género ─abreviada como LIVG o VioGen─, respectivamente. En este punto cabe hacer algunas apreciaciones conceptuales que a muches les ronda en duda, por muy pequeña que sea. 

Invoco a Nuria Varela ─así es, otra teórica del feminismo española, Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, Doctora en Ciencias Jurídicas y Sociales, con máster en Estudios Interdisciplinares de Género y en Género y Políticas de Igualdad entre Mujeres y Hombres y el resto de currículum que se le puede, acertadamente, presuponer─. En su última edición de “Feminismo para principiantes”, que, encarecidamente recomiendo, Varela nos explica la violencia sexista o violencia de género como “la violencia que sufren las mujeres por el hecho de serlo, que tiene sus raíces en la desigualdad, en la discriminación histórica y la ausencia de derechos que éstas han sufrido y continúan sufriendo en muchas partes del mundo y que se sustenta sobre una construcción cultural (el género). Ser mujer es factor de riesgo”, mientras que “la violencia doméstica es un término similar a violencia callejera, es decir, hace referencia al lugar donde se ejerce la violencia, pero no aclara quien agrede ni por qué lo hace. Por violencia doméstica se entiende aquella que se desarrolla en el seno de las familias, de los hogares, y puede ser ejercida por cualquiera de sus miembros y las víctimas pueden ser hombres, menores, ancianos… es decir, cualquier miembro de la familia sin distinción de sexo ni edad”. Considero esta cita pertinentemente esclarecedora, pues, aunque algunes lo tengamos tan claro como el blanco de los ojos, no hace mucho, en la cúpula política española y, por ende, en los medios de comunicación y, por ende, en el diálogo popular, el debate convenido sobre la cualidad de identidad de ambos apellidos de violencia, se hizo eco en mucho ─demasiado─ recoveco de la sociedad. Y es que no, no es admisible esta idea confusa, ya que, en su seno simbólico, la intención de hacerlos sinónimos no hace más que sortear la razón misma de la violencia que es sexista, la razón de género, el “por el hecho de ser mujeres”. Por su parte, los feminicidios hacen referencia a la cúspide del iceberg que es la definida violencia de género, es decir, el asesinato a las mujeres por el hecho de ser mujeres.

Ahora, permitámonos dudar, no tanto de la intención de estas medidas legales ─que presuponemos necesarias y fundamentales y, es más, todo un logro sociopolítico─, sino más bien y mejor dicho, de la prioridad que se le otorga a su cumplimiento efectivo, a su existencia misma, a su observancia institucional y también, y lo que nos interesa, popular ─pues recordemos que “mirar para otro lado” nos lleva ineludiblemente a la actitud de desidia de la que partimos antes de toda esta verborragia─. 

Según la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, y cito textualmente, “1051 mujeres han sido víctimas mortales por violencia de género desde el 1 de abril de 2003” en España, lo que hace una media de, redondeando en ocho centésimas, 62 mujeres por año durante los últimos 17 años, y sin tener en cuenta que sólo llevamos medio de este burlón 2020. En Argentina, otra sociedad formalmente igualitaria, es más desgarrante aún. El Observatorio “Ahora sí que nos ven” ─observatorio de las violencias de género─, cuya presidenta, Raquel Vivanco, ha sido fichada en el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad, nos revela que a lo largo del pasado 2019, en Argentina se perpetraron 329 feminicidios ─un promedio de 27 mujeres al mes, lo que supone casi una mujer al día asesinada por ser mujer─. En este orden y ampliando la mira, ONU Mujeres nos advierte, en una publicación del 6 de abril de este año ─en la que trata la peligrosidad de la cuarentena para las mujeres que se ven obligadas a confinarse con sus maltratadores─, que “En los últimos 12 meses, 243 millones de mujeres y niñas ─de edades entre 15 y 49 años─ de todo el mundo han sufrido violencia sexual o física por parte de un compañero sentimental”. 

Es injusto hacernos pensar que podríamos haber detenido el arma o al armado, habernos interpuesto, literalmente, en su camino... no es, desde luego, lo que pretendo generar en los pechos de les amables lectores, a lo que alego es a las seseras. Los culpables están muy claros, el “juicio” es otro cantar.

Imaginemos que hoy, y desde que nos cuenta ONU Mujeres, la violencia en sus distintas manifestaciones y cúspide criminal, en vez de contra las mujeres por el hecho de ser mujeres, se cometiera, por ejemplo, contra les carteres por el hecho de ser carteres… observada y reflexivamente ─y por lo que buena y/o desgraciadamente conozco del funcionamiento social─ me atrevo  a suponer que causaría un impacto social colosal, además de incomprensión, estupefacción, rabia general y, particularmente a les carteres, el miedo propio de la sensación de desamparo, angustia, pánico… ¿Deberían dejar de repartir cartas para sentirse a salvo y no ser acosades o recibir palizas de grupos? ¿Deberían esperar a que sea medianoche, como franja horaria exclusiva para el desarrollo de su “ser carteres”, para sentirse segures? Quizá se esperaría de elles que dejen el uniforme y se vistan de “civiles” para pasar desapercibides o quizá a nadie se le ocurriría adjudicar el objeto del crimen al simple hecho de repartir cartas por toda la ciudad vestides de uniforme… 

Quizá no nos cueste imaginar a personas matando a personas por el simple hecho de matar, pues ocurre con bastante frecuencia en todos los puntos del globo ─ a veces bajo la insignia de “liberadores”, otras por pura y dura avaricia y alguna que otra por padecer, la persona que asesina, enfermedades mentales─. De hecho, estudiamos horrorizades episodios vergonzosos y aberrantes de la historia de la humanidad, en los que el asesinato entre iguales se consuma con impunidad, e incluso apoyo y justificación social, como el genocidio del supuesto descubrimiento de las Américas o el infame Holocausto ─por citar los más popular e indiscutiblemente conocidos─. También podemos traernos al presente: el COVID─19, que vive entre nosotres, que viaja y se asienta allá donde le place ─o, cada vez más, allá donde le permitimos─, invisible, nos enferma y a muches mata. Temeroses nos escondemos 40 días en nuestras casas, pero él sigue ahí, igual de presente, si no en cada pomo o picaporte, en el ambiente, en nuestras mentes. Nos habituamos ─la mayoría, que no todes─ a utilizar medidas de seguridad para prevenir, no solo nuestro contagio, sino también el del vecine ─inclusive llegamos a ser capaces de entender la importancia de la precaución sin necesidad de un dictado gubernamental─. Y resulta, como cabe desear, que condenamos moralmente a quien defiende que Colón descubrió América y que debemos, les latines, estarle agradecides por la “grandiosidad” que nos trajo, condenamos moral y abiertamente el nazismo y el racismo, condenamos moralmente ─y en ocasiones con denuncias policiales─ a quien se salta el confinamiento o reniega de protegerse, desprotegiéndonos a todes. No es una comparación sintáctica. Es una comparación rigurosamente semántica.

Ya sabemos que existen ─no hace mucho─ herramientas legales y consultivas para erradicar todas las formas de discriminación y violencia hacia las mujeres y niñas, nacionales e internacionales, y también hemos podido comprobar ─más arriba─ que este tipo de violencia no se constituye en casos aislados ─ni en espacio, ni en tiempo─, sino que se orquesta sutilmente en lo que parecería una tradición histórica. Aquí es donde se complica la trama. 

El Patriarcado metaestable, el sistema por excelencia, ha llegado a ser tan invisible como el COVID─19, tan perpetuo como la avidez de poder y dominación propios de los conquistadores y nazis, y sin embargo el “juicio” no parece el mismo. No digo que no nos importe ─faltaría más─, pero lo más probable es que esas “verdades universales” sobre las que nos construimos, no sean tan verdaderas ni, por asomo, universales. El statu quo internacional, si miramos a través del “velo de la igualdad” que nos vende el relato social y cultural,  nos refleja que el maltrato a mujeres sigue siendo moneda de cambio corriente entre y fuera de las cuatro paredes de sus casas; que se consuman agresiones y acoso sexuales a mujeres constantemente y que, de forma, casi automática, nos nace el intento de retorcer la explicación del hecho enfocando a la víctima y no al agresor, o, dicho de otra manera, de responsabilizarla a ella ─por estar donde ¿no debía?, por vestir provocadora, por estar borracha, por salir a correr a un parque o por salir de fiesta─; nos refleja que seguimos teniendo que justificarnos ─las mujeres─ por renegar de los famosos “piropos”, porque nos violentan y, porque, simplemente, no los queremos, y que la respuesta despierta la controversia cuyo eslogan nos recrimina: “¿Ahora no voy a poder decir lo que me da la gana?” ¿No puedo decirle a una chica que está buena, lo buena que está?”. Resulta curioso, y cuanto menos sospechoso, observar cómo estas situaciones ─generalmente violentas para nosotras y, al parecer, indispensables para la realización personal de muchos hombres─, solo tienen lugar ante chicas que andan solas o chicas que andan en grupo de chicas. Incontables veces he sido objeto de tales “halagos callejeros”, pero nunca cuando mi pareja, que es hombre, estaba delante, y tampoco cuando están presentes amigos varones, a lo sumo alguna mirada o algún gesto a escondidas de los ojos masculinos de mi ambiente; me atrevo a imaginar que existe una especie de código de respeto entre camaradas, mediante el cual acatan el contrato ─simbólico, tácito, presupuesto─ de no invadir “sus terrenos”. Algo parecido me ha ocurrido ─ y seguro que no soy la única─ en ambientes festivos y discotecas con amigas. En este escenario se acerca un chico insinuándose, por mi parte, primera negativa, él insiste, por mi parte, segunda negativa, él insiste y persiste y no me deja tranquila hasta que, lo tenga o no lo tenga, le suelto “tengo novio”, la siguiente respuesta dependerá del perfil del chico y de la idiosincrasia su salida: hay quien contesta “no soy celoso” con media sonrisa y haciéndome pensar que interpreta que soy una chica “dura”, pero que mi festividad es sinónimo de mi entrega, lo que violenta aún más la situación y me obliga a desplazarme y evitarlo el resto de la noche; y también está el que se va y se atreve a decir “perdona” ¿Yo, o se lo retransmito a mi novio ─real o ficticio─? El “contraargumento” de la excepción podría decirme “Las chicas también nos buscan a nosotros cuando estamos de fiesta”, claro que sí, “los tiempos han cambiado” y ahora también nosotras nos sentimos en la potestad de invadir el espacio ajeno, pero, pensemos, en ese universo que se genera en torno al chico deseado en pleno jolgorio ¿Las insinuaciones de la chica lo violentan, como ocurre a la inversa? Con una mano en el corazón ¿Siente amenazada su seguridad o, como mínimo, su tranquilidad? Mi experiencia responde que no, por lo menos, natural y generalmente. No se trata de una comparación sintáctica, sino de un intento de explicación semántica. 

Las ideas que heredamos de la historia oportunista ─recordemos, en la que las mujeres son lo más parecido a un atrezzo─ acaban por confundirnos. Entre lo que no se nos cuenta y lo que decidimos aprehender, bajo la idea de que somos nosotres quienes elegimos lo que queremos oír ─cuando en realidad desde que nacemos nos habitúan, a veces consciente pero generalmente inconscientemente, a la elección─, hay todo un espiral de mensajes tácitos consumados en siglos de historia y ciencia que  “nos invitan a pensar que nada sustancial puede cambiar” ─ Ana de Miguel─, que la violencia se instaló en el hombre para no irse jamás y que, del mismo modo, la sumisión se apoderó de las mujeres por instinto de supervivencia ─entiéndase esta clasificación sin presuponer la generalización de que todo hombre maltrata o es un feminicida, pero sí con la observancia de que la historia y las cifras esclarecen que, como dice Nuria Varela “ser mujer es factor de riesgo”─. 

Es con la ayuda de todos esos estímulos multiformes ─y su alianza con ─ismos como el capitalismo y neo─colonialismo─ como nosotres, ciudadanes de a pie, absorbemos las ideas abstractas y confusas, las interiorizamos, las transformamos en códigos de conducta y pertenencia y las acabamos por materializar en la más necia de las cegueras. A los ojos del Patriarcado, el Feminismo es mezquino, exagerado, oportunista, victimizador, injusto, “impertinente” … ¿Y si cambiamos los sujetos? Pareciera que así, se explican mejor las cifras, se entiende mejor la realidad. 

 Y ¿“debemos alegrarnos y vivir la vida”? Por supuesto, pues no vamos a desperdiciar los dos siglos de lucha y conquistas humanas que nos dio el Feminismo. La cuestión es plantearnos la posibilidad y la alternativa de vivirla de otra manera, más comprometida, más respetuosa, más responsable y menos necia. Podemos empezar por prestar─nos─ un poquito más de atención.

Aun cuando los ojos no ven, muchos corazones sienten, sufren y dejan de latir.

A M E N ─ sin tilde─.

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