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México
A propósito de la matanza de Tlatelolco
50 años después de la matanza de estudiantes en México, aun no hay datos reales sobre el número de muertos.
Los que vivieron esos años bajo el gobierno del PRI –partido actualmente en el gobierno bajo el mandato de Peña Nieto (no exento de sangre tanto como presidente de la República mexicana como por su cargo como Gobernador del Estado de México)– afirman que “lo que no estaba prohibido era obligatorio”. Hoy, como en 1968, con el PRI, la libertad está y estaba severamente limitada. El gobierno presidido por Gustavo Díaz Ordaz no sabía cómo reprimir al pueblo que llevaba varios meses contagiado del entusiasmo europeo y estadounidense, ya que habían caído en la cuenta de que podían ser más libres de lo que el sistema les había impuesto, a lo que se suceden una serie de revueltas en la ciudad.
El 7 de septiembre de 1968, se lleva a cabo el primer mitin en Tlatelolco, denominado 'La manifestación de las antorchas'. El 13 de septiembre de 1968, tiene lugar 'La marcha del silencio', en la que los manifestantes marcharon con pañuelos en la boca para asegurar el silencio absoluto. El silencio era más impresionante que la multitud en una urbe como la enorme Ciudad de México. El 14 de septiembre de 1968, en un hecho aislado, cuatro trabajadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla son linchados en el pueblo de San Miguel Canoa debido a los disturbios estudiantiles en la capital. El 18 de septiembre de 1968, el ejército invade la Ciudad Universitaria de la UNAM. El edificio de la Vocacional 5 es ametrallado por comandos policíacos vestidos de civil, ocasionando grandes destrozos. En las primeras horas de la noche se inician una serie de choques violentos entre estudiantes y granaderos en las zonas del Casco de Santo Tomás, de la Unidad Nonoalco Tlatelolco y de la Unidad Profesional de Zacatenco.
Estos disturbios, días antes del 12 de octubre, cuando darían comienzo los Juegos Olímpicos y México se mostraría como un país a la altura de cualquier país desarrollado, el gobierno urdió una razón de Estado en la cual no iba a permitir que unos estudiantes destruyeran el apogeo que debía aparentar ante las cámaras. ¿Cómo unos simples estudiantes iban a poner en duda la seguridad del Estado mexicano? Por ello nació el Batallón Olimpia que tenía la misión de guardar la seguridad de las protestas sociales que se produjeran.
Sin embargo, pese al empeño del gobierno, se formó una resistencia organizada por la que la autoridad se veía amenazada: insultos al presidente, risas al Estado mayor, continuas marchas de protesta, pancartas por toda la ciudad… En ese momento, Díaz Ordaz tuvo que escuchar de los estudiantes que era “un auténtico pendejo”. Estos ataques querían sólo fomentar la atención de la presidencia para que se reuniera con los estudiantes y así poder llegar a acuerdos entre ambos bandos y dar por zanjadas las protestas. Sin embargo, este encuentro nunca llegaba a producirse. Fue entonces cuando se tomó la mítica Ciudad Universitaria de la UNAM, centro neurálgico del país y lugar de libertad por excelencia dentro de la república mexicana. Pero dejó de ser un lugar seguro cuando el ejército entró dentro de la UNAM y terminó arrestando a más de 800 estudiantes los días previos al 2 de octubre de 1968, tal y como relata Bolaño en Los detectives salvajes o Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco: “Durante los quince días de la ocupación de la Ciudad Universitaria de la UNAM por el ejército se quedó encerrada en un baño de la Universidad una muchacha: Alcira”, dice Poniatowska. Alcira, Auxilia Lacoture para Bolaño, relata los hechos en el baño de la Facultad de Filosofía y Letras sabiendo que ella era la madre de la poesía mexicana, que ella conocía a todos los poetas y todos los poetas la conocían a ella. Cuenta que el año 1968 llegó a ella, “y yo supe, supe. Supe que tenía que resistir. Así que me senté sobre las baldosas del baño de mujeres y aproveché los últimos rayos de luz para leer tres poemas más de Pedro Garfias y luego cerré el libro y cerré los ojos”.
La Ciudad de México se hallaba –y se halla– bajo la ley de un estado absolutamente represor con la capacidad de “dejar vivir”, “dejar morir”, como garante del monopolio intrínseco de la violencia dentro de un territorio. Fue por esa razón por la que los estudiantes promueven un mitin en la Plaza de las Tres Culturas, donde se encuentran las ruinas mexicas de Tlatelolco, a las orillas del Edificio Chihuahua que sin pretenderlo y por su ubicación, pasará de nuevo a la historia reciente de México.
Si nos fijamos bien en su disposición, la propia plaza, como relatan los supervivientes de La noche de Tlatelolco, “es una ratonera”, pues sólo se puede entrar y salir de la plaza por uno de sus lados, lo que la convirtió en el espacio perfecto para realizar el crimen por parte del ejército. Esa plaza, donde se reunían los “mayores enemigos” del gobierno de Díaz Ordaz: obreros, estudiantes y vecinos colindantes, estaba rodeada casi desde el principio del mitin por escuadrones militares, tanques, granaderos, camiones y helicópteros sobre la plaza, algo que atemoriza a todos los manifestantes que se llegaron a estimar en 10.000. Poco después de empezar el mitin comienzan los disparos con metralletas desde todos los lugares, incluso desde dentro del propio edificio Chihuhua, algo parece dar la pista de que el propio gobierno ya tenía preparada de antemano la propia matanza.
Solo llanto, gritos y horror. “La gente tropezaba con los muertos”, relatan los que vivieron la noche de Tlatelolco. Se calcula que participaron unos 5. 000 soldados y muchos agentes de policia, la mayoría vestidos de civil. "El fuego intenso duró 29 minutos. Luego los disparos decrecieron, pero no acabaron". Al día siguiente, como dice Rosario Castellano en su memorial, en la Plaza de Tlatelolco nadie.
Al día siguiente, nadie. Al día siguiente el gobierno hace pública su propia versión de lo ocurrido como un enfrentamiento nimio entre el ejército, la policía y los estudiantes. Los días posteriores al 2 de octubre se siguen de protestas exigiendo la verdad presidencial y exigiendo la localización de los muertos por el Estado, la liberación de los presos que habían llevado a la cárcel de Lecumberri –en la que algunos estuvieron hasta tres años– y una versión oficial de los hechos que es falsa, pues el gobierno de Díaz Ordaz declaró el 3 de octubre que la cifra de muertos era de entre 20 o 28 personas, dato que se aleja mucho de las personas desaparecidas, aunque días después The Guardian publicara que la cifra era de 325 muertos. Pero esa noche no sólo hubo muertos, hubo más de 2.000 detenciones, vejaciones, torturas físicas, psicológicas y pelotones de fusilamiento. Sin embargo, la violencia no cesó sino que la represión por parte del Estado y el gobierno de Díaz Ordaz siguió endureciéndose cada vez más, pues ya no bastaba con que el ejército estuviera en las calles sino que había que dar un paso más allá, había que infundir el miedo para acabar con un movimiento por la fuerza para desmovilizar las protestas y la guerrilla urbana que confesó desde el mitin de Tlatelolco que "el Movimiento va a seguir a pesar de todo... Se ha despertado la conciencia cívica y se ha politizado a la familia mexicana".
Posiblemente no sepamos nunca cuál fue el mecanismo interno que desencadenó la masacre de Tlatelolco. ¿El miedo? ¿La inseguridad? ¿La cólera? ¿El terror a perder la fachada? ¿El despecho ante el joven que se empeña en no guardar las apariencias delante de las visitas? Todos esos interrogantes que Poniatowska nos invita a pensar, aún casi cincuenta años después, siguen sin respuesta.