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Memoria histórica
La densidad del pasado colectivo
Los historiadores han de imponer cordura a través de sus estudios y dar claridad a un pasado que parece negarse a pasar, y que corre el peligro de ser pervertido por la instrumentalización política.
La Guerra Civil española supuso una ruptura total de la comunidad. Fue, como afirma Peter Waldmann, la forma más densa de trauma colectivo. Siguiendo estudios europeos rompedores como lo fue Vecinos (Crítica, 2002) de Jan Gross, algunos historiadores han preferido referirse al suceso central del siglo XX español como una ruptura civilizatoria. Esto se explica, fundamentalmente, en base a la maquinaria de violencia pública que se puso a disposición de la población por parte de los sublevados y por algunos comités y organizaciones obreras del “bando” republicano en los primeros meses del conflicto. Esto fue clave, ya que supuso la suspensión de las normas morales no sólo en el campo bélico, sino sobre todo en la retaguardia civil.
Por esto nos referimos a una crisis civilizatoria, puesto que se quebraron las normas de convivencia, entre otras la del primer mandamiento del Decálogo Judeocristiano: “No matarás”. Esta implicación horizontal en la violencia estaba concebida para, por un lado, “retirar para el futuro todo obstáculo probable, toda veleidad de oposición, todo rebrote de las fuerzas o significaciones condenadas” —como afirmaba Dionisio Ridruejo en su obra Escrito en España (G. del Toro, 1976)— y, por otra, vincular a la población de manera permanente a un “pacto de sangre” —según afirma Paul Preston— en un contexto de totalización de la experiencia bélica, como sostienen Jorge Marco y Gutmaro Gómez en La Obra del Miedo (Península, 2011).
Carlos Gil Andrés lo explicó de la siguiente manera: “Los enemigos, que se conocen muy bien, enfrentados sobre un mismo territorio, conscientes de que van a tener que compartirlo en el futuro, saben que la victoria es algo vital, y que su sombra se extiende mucho más allá del fin de las hostilidades como una amenaza siempre presente para los supervivientes”.
Las guerras civiles tienen la dimensión de trauma colectivo, en el que se funden multitud de vivencias y experiencias traumáticas individuales y de grupo
Las guerras civiles tienen la dimensión de trauma colectivo, en el que se funden multitud de vivencias y experiencias traumáticas individuales y de grupo. Las memorias se componen de discontinuidades temporales y “evenementales” que dan coherencia y cohesión interna a los relatos e historias memoriales. En este sentido, muchas “ego-historias” fueron reconstruidas basadas en los nuevos esquemas morales y políticos que planteaba la Transición.
Siguiendo con esta línea, la Guerra Civil constituye, como explicó en 2006 el profesor Aróstegui, “un ejemplo paradigmático de cómo una sociedad integra y asume el fenómeno de la memoria de un hecho traumático colectivo”. La memoria de la guerra ha cambiado en función de la evolución social, y es por ello por lo que podemos decir que la memoria, igual que otras categorías de la dimensión social afectadas por el movimiento de la temporalidad, posee régimen de historicidad.
En el caso español, el recuerdo de la experiencia de la guerra, la represión, el castigo, el señalamiento y la cárcel estuvo velado bajo el manto de una política memorial unidireccional y un ambiente social hostil hacia el recuerdo de aquellos que habían muerto defendiendo la legalidad republicana. La ausencia es el elemento estructural del recuerdo del difunto, como afirma Jorge Moreno Andrés, y, por tanto, los duelos deben ser siempre públicos, para expresar el dolor y obtener consuelo. Esta dimensión pública del duelo no se autorizó en la España de postguerra para los vencidos, e incluso en la Transición hubo una evidente falta de manifestación pública de esta necesidad, por miedo al señalamiento y la persecución, muy presentes en la psique social de muchas comunidades.
Esta dimensión pública del duelo no se autorizó en la España de postguerra para los vencidos, e incluso en la Transición hubo una evidente falta de manifestación pública de esta necesidad
En España el escaso grado de atención prestado al pasado tuvo su contraste en el énfasis depositado sobre un futuro esperanzador de democracia e integración europea. La continuidad inalterable del relato de la Transición como éxito indiscutible, casi dogma democrático, vino marcado en parte por la incapacidad política de enfrentar el pasado. Hoy día ese pasado se ha convertido en un arma arrojadiza de doble filo que debe ser mellada por la labor de los historiadores, que han de imponer cordura a través de sus estudios y dar claridad a un pasado que parece negarse a pasar y que corre el peligro de ser pervertido por la instrumentalización política. El pasado no es lo que era, pero el presente puede ser mucho más de lo que ese pasado fue.
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