Internet
Paternalismo libertario de última generación
Más complicado que arrebatarle el poder a alguien es conseguir que te lo entregue desde el convencimiento de que es lo mejor que le ha podido ocurrir. Existe, de hecho, una larga y bien financiada corriente de pensamiento destinada a indagar sobre cómo recibir ese poder, cómo gobernar mejor, con menos fricciones. Y existe otra corriente, especular a aquella, sobre cómo es posible que nos entreguemos a menudo a esta servidumbre voluntaria, así como cuándo, cómo, qué ocurre al romperse su hechizo.
En su libro, El algoritmo paternalista. Cuando mande la inteligencia artificial (Katakrak, 2024), Ujué Agudo y Karlos g. Liberal han inscrito al dispositivo algorítmico y sus mutaciones automatizadas en esa discusión. La fantasía del algoritmo continúa el sueño paternalista y reformista de la modernidad respecto a un mundo que por fin haya dejado atrás la irracionalidad y la violencia. Un mundo que es ordenado sin que nadie tenga que poner orden. Si gobernar es condicionar el campo de acción de los otros, como decía Foucault, automatizar y escalar digitalmente esas mediaciones las eleva a otro nivel, del que solo podemos ser conscientes si hemos pasado el tiempo suficiente en Internet. En el postfordismo, el hábitat digital se ha convertido en el espacio de explotación científica de las emociones en el trabajo y en el consumo.
¿Cómo se ha podido, entonces, al grito de la libertad individual, externalizar hasta este punto nuestra capacidad de decidir? El libro apuesta por la conjunción de dos enfoques ideológicos, hoy naturalizados. En primer lugar, la impugnación de la capacidad humana para entender y decidir de forma racional y correcta. Ni 20 años llevábamos sosteniendo que el homo economicus éramos la cumbre de la evolución, de tal modo que comunalizar cualquier proyecto de vida era fundar una SL con 40 millones de parásitos, que el conductismo de mercado tuvo que ponernos en su sitio, demostrar que teníamos la cabeza llena de sesgos, la atención de Homer Simpson y que, por nuestro bien, le entregáramos las llaves. Esta idea de que siempre somos lo insuficientemente algo como para que resulte razonable que decidamos sobre las cosas que nos afectan es la base de nuestra civilización. Siempre somos demasiado nosotros/as como para decidir sobre nosotros/as.
Pero, claro, por otro lado, la tecnocracia old school ha hecho una stage en Silicon Valley y ha conocido el solucionismo, esa forma de optimismo por arriba que confía en que cualquier problema se puede y se debe simplificar e individualizar lo suficiente para que quepa en una app -hola, 2005- o se le encargue a una IA. Así, cada vez más procesos socioafectivos, económicos y políticos se mueven dentro de una arquitectura de decisión predefinida que no podemos entender, pero que tampoco parece que tenga sentido discutir porque, total, la máquina lo va a hacer mejor. En la automatización late también el viejo deseo popular de dejar de lado la necesidad de acometer tareas absurdas y tediosas. Sin embargo, como ya mostraron Hester y Srnicek en Después del trabajo. Una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre (Caja Negra, 2024), toda máquina introducida para ahorrar tiempo en el hogar se corresponde con un desplazamiento del estándar sobre los resultados del trabajo que mantiene constante, en el mejor caso, el tiempo invertido. Ese deseo debería empujarnos a ver que, si solo se trata de máquinas y reglas, somos perfectamente capaces de conocerlas y reconfigurarlas. Es decir, que si se trata de poder, se trata de un asunto que se nos da, digan lo que digan quienes viven de las máquinas, estupendamente.
Tecnología
“La inteligencia artificial, más que describir unas tecnologías, describe una ideología”
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