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Profesor de Antropología en la Universidad Europea de Madrid
“La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de emergencia’ que vivimos no es la excepción, sino la regla. Debemos llegar a una concepción de la historia que rinda cuenta de este hallazgo”
Walter Benjamin, Tesis sobre el concepto de historia (Tesis VIII)
Toda epidemia zombi trae consigo un estado de excepción. Una vez liberado el virus Z (pensemos, por ejemplo, en la ya mítica 28 días y en sus espectaculares imágenes de un Londres devastado por la pandemia), llega el caos, la ruptura de la cotidianidad y de toda posible comunidad… Tras el germen, aparece el shock, el miedo y la confusión. La ciudad postmoderna y zombificada se transforma en una auténtica jungla. Nada parece quedar en pie del antiguo orden establecido. La ley, el orden y la convivencia no sólo se suspenden, sino que resultan inservibles y carentes de significado ante el nuevo desorden que se avecina.
Que los muertos se levanten de sus tumbas nos devuelve, en cierto modo, a un cuasi estado de naturaleza, donde el nómos se diluye en la physis, donde la muerte y la vida son intercambiables y no poseen valor alguno, donde los lazos filiativos desaparecen y tu vecino es ahora un enemigo de cuya eliminación depende tu propia existencia. Para Agamben, estado de naturaleza y estado de excepción forman parte de un mismo proceso topológico: aquello que se consideraba exterior (la naturaleza, el caos, la muerte, la hostilidad absoluta) reaparece ahora en el interior (la comunidad, el topos político). El estado de excepción es la última compuerta que nos protege del estado total de guerra, de la naturaleza más salvaje. O eliges nuestro estado de excepción, nos dicen amenazadoramente, o acaecerá el horror... O eliges nuestra ley sin legalidad o...
La comunidad política otorga al Estado el monopolio de la violencia (la benjaminiana “violencia conservadora”) a cambio de seguridad, ley y apaciguamiento del caos.
El mito fundacional de la ciudad moderna está basado en la gestión, el control y el dominio de esa supuesta “pulsión animal” que nos convierte a todos en lobos antropófagos cuando desaparece la ley. El gesto fundador del Estado Moderno, según la tesis hobbesiana, es la transacción que va a garantizar la neutralización de “la guerra de todos contra todos”. “Fuera de mí, el desorden”, murmura el Estado Moderno. Fuera de mí, la adikía, el caos absoluto, la violencia inaudita y desmedida, la pulsión de muerte de una guerra civil y constante. La comunidad política otorga al Estado el monopolio de la violencia (la benjaminiana “violencia conservadora”) a cambio de seguridad, ley y apaciguamiento del caos.
La connivencia y confusión entre la Mafia y los Estados tiene su origen en la misma inoculación del miedo, la inseguridad y la incertidumbre, como si de una especie de Münchausen materno-político se tratara. Mediante el pacto propiciado por el miedo, cesa el conflicto y la desarmonía, siendo la fuerza de ley la encargada de pacificar el terreno sobre el que se asienta el soberano o, en su caso, el Padrino. De este modo, la guerra como tal es aquello que sólo tiene lugar fuera del Estado: es el conflicto tras las fronteras, la guerra contra los bárbaros, contra el enemigo extranjero. El destino del Estado moderno es presentarse como aquél que ha conseguido restablecer el equilibro, alejando el conflicto fuera de sus murallas, estableciendo el consenso y la homogeneidad. “Fuera de mí, el desorden; en mí, el nómos universal”, el mantenimiento del orden a través de la vigilancia continua, la gestión del miedo y la ficción de la seguridad. La policía y el ejército son los encargados de administrar esta verdadera “economía del miedo”: cuando el Estado es incapaz de mantener el “orden” legal, otras instancias y dispositivos serán las encargadas de intervenir en nombre de la seguridad, de la ley, incluso, de la soberanía. De este modo, como afirma Tiqqun, “a cada instante de su existencia, la policía recuerda al Estado la violencia, la trivialidad y la oscuridad de su origen”.
Filosofía
Epidemia: radiografía de un virus zombi
La mayoría de las pelis de zombis, por fantásticas que parezcan, encierran una verdad profunda que coincide con el universo político actual: Estados moribundos, rodeados por el caos, se mantienen en vida suspendiendo la legalidad vigente. Hay que preguntarse hasta qué punto las producciones fílmicas de muertos vivientes, cada vez más recurrentes, responden a una necesidad simbólica de revivir el mito fundacional de un Estado-nación cada vez más acabado. Como dice Bauman, “todo poder político necesita renovar periódicamente sus credenciales”. Y es que tras la epidemia zombi, todos buscan desesperadamente los restos perdidos del Estado y las fuerzas militares replegadas para reconstituirlo nuevamente. De la misma forma que, como indica Ignacio Ramonet, los films-catastrophes fueron la respuesta de Hollywood para circunscribir y fijar la indeterminada angustia producida por la crisis del 29, los filmes de zombis sirven en parte para legitimar simbólicamente el mojado papel garante del Estado. En cierto modo, como afirma Mike Davis, “la globalización del miedo se ha convertido en una profecía autocumplida”.
Cuando el desorden económico amenaza con contaminar todo el espacio de lo político y la hostilidad se propaga como un virus incontrolable, el sueño del État providence y su interior guarecido y climatizado se viene abajo. Si, como afirma Bauman, la incertidumbre y la vulnerabilidad humanas son la piedra de bóveda de todo poder político, y si el Estado actual no puede calmar la ansiedad producida por la crisis económica global, entonces ha de encontrar otras variedades de miedo, no económicas, en las que hacer descansar su “legitimidad dañada” por el desastre producido por el mercado libre. La angustia económica sobrevenida por la crisis solo se puede calmar con miedos mayores: virus y pandemias de todo tipo, terrorismo en el plano real, pero también zombis en el ficticio, si es que es posible separar ambas esferas...
Tras el caos, la vigilancia absoluta, la militarización del territorio y la arbitrariedad de las leyes se transforman en la norma y la regla.
Lo paradójico de la situación contemporánea es que, a la par que el Estado moribundo intenta recobrar su tradicional papel de garante de la seguridad alentando miedos mayores y, por lo tanto, suspendiendo la legalidad vigente, apuntala y refuerza el funcionamiento de ese mismo mercado que, necesariamente, vuelve a insuflar más crisis y más caos al sistema, lo que a su vez produce una sobrepuja estatal reafirmativa en la escalada de miedos y de suspensión de la ley, lo que a su vez induce más crisis económica, lo que a su vez... El fruto podrido de este círculo vicioso es un estado de creciente excepción, con visos de eternidad, en la que el derecho suspende el derecho mediante la amenaza del estado de guerra total. Pero, no nos engañemos, ¿qué fue antes, el desastre económico o las variedades del miedo que suspenden la ley? Sin duda alguna, es el miedo en todas sus vertientes lo que a priori se establece como shock para así poder anular las libertades constitucionales, es decir, para que el mercado sea lo más libre posible. La crisis económica actual vino precedida de toda una serie de políticas del miedo que garantizaban el “necesario” colapso de la ley. Y el paradigma simbólico de este proceso son las pelis de zombis.
De este modo, cuando la amenaza se vuelve incontrolable, el poder soberano se ve autorizado a proclamar el estado de excepción. La característica fundamental de esta estructura es la suspensión, total o parcial, del ordenamiento jurídico. El estado de excepción suspende, literalmente, la ley. Ahora bien, este nuevo ordenamiento jurídico no tiene ley, pero hace la ley. Nada hay más rentable que una buena crisis, desastre natural, virus zombi o atentado terrorista para imponer, en “tierra de nadie”, un nuevo orden jurídico que, sin la amenaza, no hubiese sido aceptado. La continuación de 28 días, 28 semanas después, es el claro ejemplo de la imposición del estado de excepción a una comunidad devastada y aterrada por la pandemia. Tras el caos, la vigilancia absoluta, la militarización del territorio y la arbitrariedad de las leyes se transforman en la norma y la regla.
Los Estados postmodernos son hoy estados de excepción continua en los que la alerta y la amenaza son permanentes. Se han normalizado e instituido los estados de shock, como afirma Naomi Klein, esto es, topologías y escenarios del miedo que nos desorientan y nos vuelven vulnerables. A través de la crisis, la conmoción y el desconcierto se legitiman las medidas urgentes y excepcionales que de otro modo la población no admitiría. Los nuevos espacios de soberanía llevan en su seno la proliferación y producción de “universos paralegales” o universos paralelos fuera de la ley, pero instituidos legalmente (pensemos, por ejemplo, en Guantánamo, en la legalización de la tortura por parte de Estados Unidos, en la suspensión de leyes y derechos con la excusa de una crisis económica, en la intervención policial o directamente del ejército en huelgas o conflictos con trabajadores, etc.). El estado de excepción, que era la estructura oculta de toda soberanía, se ha convertido en el nuevo estado de soberanía; marca la nueva topología de lo político donde lo ilegal, lo infame y lo inhumano se naturalizan y se convierten en norma.
Podéis descargar Abecedario Zombi, de Julio Díaz y Carolina Meloni desde este enlace.
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10. El principio del daño. Ningún trabajo filosófico clásico se cita con más frecuencia en la literatura de ética de la salud pública que el ensayo de John Stuart Mill "Sobre la libertad" (Mill 1869). Mill defiende lo que se ha dado en llamar el principio de daño. Se ha interpretado como la afirmación de que la única justificación para interferir con la libertad de un individuo, contra su voluntad, es evitar daños a otros . HAY QUE TENERLO EN CUENTA...