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Hace pocos meses entré en una librería cerca de la Berggasse de Viena, la calle en la que vivió Freud antes de su exilio a Londres. Había que compensar de algún modo el cierre por obras de la casa del padre del psicoanálisis, y para ello estaban las cafeterías y librerías de esa gran calle empinada. Salí de la Buchhandlung Orlando con el Maus, bueno, mejor dicho, con el Die vollständige Maus, con toda la obra serializada de Art Spiegelman en un tomo completo. Cuando me dispuse a leerlo, ya sabía que los judíos estaban representados como ratones, los alemanes como gatos y los polacos como cerdos, pero en ese momento me tocó de cerca la cuestión de los animales, del papel que juegan en los discursos que tratan de delimitar los límites de lo humano. Más allá de la elección de Spiegelman, que me pareció muy acertada, lo que me interesaba era la cuestión de que no podemos entender lo que es la vida humana sin, como dice Judith Butler, reconocer que está conectada con otros modos de vida a través de los cuales se distingue y, al mismo tiempo, traza una continuidad.
Los animales siempre han formado parte de los mecanismos de expresividad literarios y filosóficos, al modo de metáforas para acceder a aspectos de la vida que sin ellos no podríamos entender. Pero no sólo como metáforas, pues la respuesta de los animales ante el mundo tiene mucho que decirnos, y sólo el que mira hacia ellos y se demora por un tiempo en esa convivencia, en un acto voluntario, es capaz de percibir en esa mirada o en esas respuestas un modo de aprehender el mundo que ya nosotros difícilmente sospechamos. Y sin embargo, los animales están en un territorio periférico, excluido de los ámbitos de inteligibilidad del discurso, de un discurso que facilita las normas del reconocimiento y que, al mismo tiempo, ofrece los términos para la expulsión, marginalización y la muerte. De pronto, el topos ya común de “nos pegaron como a animales” empieza a ser una frase-trampa, una expresión que trata de hacer visible, por un lado, la violencia que sufre un grupo al compararlo con la tortura que suelen recibir normalmente los animales, pero que confirma, por otro lado, que los animales siguen permaneciendo en los márgenes excluidos de los marcos de inteligibilidad del mundo en el que vivimos. Se trata de pensar cómo esa distinción entre lo humano y lo no-humano (aquello que Adorno veía como absolutamente necesario para dar cuenta de lo humano), distinción tipológica donde las haya, se cae a pedazos si pensamos seriamente la cuestión de la animalidad.
No podemos entender lo que es la vida humana sin, como dice Judith Butler, reconocer que está conectada con otros modos de vida a través de los cuales se distingue y, al mismo tiempo, traza una continuidad.
Athena Athanasiou apunta en su diálogo con Judith Butler en Desposesión: lo performativo en lo político que si “lo humano” puede tener alguna vez un lugar propio en una resignificación y subversión radical, nunca podrá ser al modo “tipologizante”, en una definición negativa de lo que no-es, en un ejercicio de distanciamiento con aquello que se dicta como no-humano, sino, por el contrario, en un gesto de rechazo a quedarse en el lugar que el propio discurso normativo ha dispuesto para lo humano. De ahí que lo humano no tenga un lugar propio, un suelo natural desde el que empezar a construir el discurso; antes al contrario, lo humano no puede entenderse sin un gesto de colocación en un contexto social que puede resistir y desechar esa estrategia operatoria. En este sentido, apunta Butler que habría que acechar a las comprensiones de lo humano que tratan de delimitar su sentido oponiéndose a lo animal y, en lugar de ello, empezar a pensar la relevancia y el sentido de la animalidad humana. Tal vez, incluso, habría que atreverse a preguntarse: ¿cuáles son las diferentes operaciones del poder que están negando la animalidad humana? Releer a Wilhelm Reich colocando entre paréntesis su excesivo biologicismo podría ser una manera de entender que esa animalidad se pierde en la formación del niño, en el proceso en el que se va ganando una auto-conciencia, pero que, al mismo tiempo, los poderes políticos y sociales trabajan en la construcción de una ilusión: que nuestra animalidad dura un espacio breve de tiempo.
Habría, por lo tanto, que dejar de emplear la estrategia ya clásica de los binomios y pensar seriamente que lo humano es también, como decía Rainer Maria Rilke en la Octava Elegía de Duino, una criatura (Kreatur) que si bien es verdad que en su proceso de formación y desarrollo se distingue del animal, también es cierto que no puede dejar de establecer líneas de continuidad y de unión con él. Este punto de vista relacional nos permite entender no sólo que el humano tiene una relación con el animal, sino que él mismo está implicado en su animalidad; tiene que gestionarla, hacer algo con ella en los marcos normativos y en los regímenes de verdad que forman parte de las condiciones sociales en las que emerge y se construye. Pero, como continúa Butler, esa animalidad es propia de lo humano y al mismo tiempo no lo es, por lo que se puede entender que tanto la “animalidad” como la “vida” constituyen y exceden lo que tratamos de señalar cuando hablamos de lo humano. Se trata de aprehender que la distinción tipológica se hace pedazos, y que ese lugar que, de algún modo, representa tal colapso podría ser el de la animalidad humana: aquello que constituye y excede.
El punto interesante radica en aprehender los modos discursivos y normativos en los que se ha construido una imagen de lo humano a través de un conjunto de desposesiones: la del animal y la de nuestra animalidad.
El punto interesante radica no sólo en la crítica que se realiza sobre “lo propio” o “lo propiamente humano”, sino en aprehender los modos discursivos y normativos en los que se ha construido una imagen de lo humano a través de un conjunto de desposesiones: la del animal y la de nuestra animalidad. Negar el carácter relacional de la vida humana es una de las principales y ya conocidas estrategias del neoliberalismo, que trata de otorgar una comprensión de lo humano como auto-suficiente y auto-transparente. En este sentido, y con el objetivo de resistir ante esta proyección fantasiosa del sujeto humano como empresario de sí mismo por el día y culpable de noche, es necesario repensar, como apunta Athena Athanasiou, la materialidad de lo humano a través del ensamblaje y la profunda conexión que existe entre lo animado y lo inanimado, lo humano y lo no humano, el animal y el animal humano, la vida y la muerte, en una convivencia y en una red de encarnaciones corporales diferentes y co-implicadas.
Sólo desde los márgenes se puede resignificar y subvertir los marcos de reconocimiento que funcionan creando espacios inhabitables y, en parte, invisibles. Sólo en parte, pues bien sabemos que los animales son objeto de disfrute y de fetiche en grandes espacios abiertos a nuestros cuerpos: la caza, la tauromaquia, las carreras de perros y un largo etcétera que nunca acabaría del todo. Habría que recorrer fiesta a fiesta y ver las diferentes formas del maltrato animal escondidas bajo el escudo de la tradición y la cultura. Sin embargo, la política no es ajena a los derechos de los animales, tan sólo habría que dirigirse, por poner un ejemplo, al Santuario de los Gatos callejeros en Roma. Para que los derechos de los animales no sea sencillamente un decorado, es necesario no sólo luchar por un marco legal que los reconozca y los haga inteligibles y valiosos, sino también continuar con las pequeñas acciones, en nuestros ámbitos cotidianos, pues sólo desde ahí es posible un cambio progresivo de conciencia y, en consecuencia, un reconocimiento en un marco legal. Pues, bien sabemos ya, que una calle sin niños y sin animales es peligrosa. Y si Rilke empezaba su Octava Elegía apuntando que “con todos sus ojos ve la criatura / lo Abierto”, esto significa que forma parte de nuestra acción política que el animal siga teniendo esta oportunidad, pues él también necesita unos medios que garanticen su posibilidad y su necesidad de ver “lo Abierto” (das Offene), el espacio puro que está al margen de las delimitaciones y de las diferencias de nuestro mundo interpretado (gedeutete Welt). Ahora bien, toca ser conscientes de que para ello al animal no sólo le sirve con nacer, con venir a la existencia, sino que también necesita unas condiciones que le permitan dirigirse hacia lo libre.
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La base ilimitada del neoliberalismo choca también con los límites que se autoimponen los animales (excepto los explotados por el hombre) para no agotar su ecosistema. Y en esto también, los animales son más 'inteligentes' que el hombre.