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Viejos, cojas y locos en tiempos de pandemia
Mucho se ha escrito ya, aunque nunca lo suficiente, señalando el callejón sin salida que ha significado para tantos haber tenido que enfrentar el nuevo virus en unas residencias gravemente amputadas por más de una década de recortes y privatizaciones: ratios imposibles de gestionar, precarización absoluta de las trabajadoras, carencias sangrantes en equipamientos. En definitiva, unas condiciones materiales incompatibles con la presunta vocación de cualquier residencia: prestar una atención de calidad a nuestros mayores. ¿Razón? Una vez más, la vida convertida en nicho de negocio, la vulnerabilidad transformada en “mercado de la dependencia”. Cuando el propósito de las residencias deja de ser acompañar a quienes dedicaron una vida entera a enriquecer lo social para convertirse en “Aparcamientos de ancianos S.A.”, para vergüenza y beneficio de un puñado de ricachones —que no se verán obligados a envejecer en ellas—, los resultados son escalofriantes: la mitad de los fallecimientos por Covid19 han tenido lugar en residencias.
Pero las residencias no son espacios exclusivamente destinados a personas ancianas. También han sido la “solución” institucionalmente desplegada para atender a personas con diversidad funcional. Las denuncias de desabastecimiento, falta de personal y desatención al cuidado digno y al respeto de los derechos humanos de las usuarias de estas residencias han sido, asimismo, numerosas. Basta escuchar esta entrevista realizada a la gerente de la Fundación Lesionado Medular o leer las declaraciones del presidente de Asproface —una asociación de atención a personas afectadas de parálisis cerebral— para hacerse una idea de la situación. Los hospitales psiquiátricos también pueden llegar a convertirse en espacios de “Confinamiento en el confinamiento”, como relata lúcida y preciosamente A.S.
Cuando se habla de “mercado de la dependencia” no solo se alude a las personas de la tercera edad, sino también a aquellas con diversidad funcional o mental
Porque cuando se habla de “mercado de la dependencia” no solo se alude a las personas de la tercera edad, sino también a aquellas con diversidad funcional o mental. Esto es, a las personas mal llamadas “discapacitadas”. A esas supuestas “Otras” a las que la Sociedad española de medicina intensiva, crítica y unidades coronarias (SEMICYUC) no considera prioritarias en un protocolo de selección para el ingreso en las UCI que roza peligrosamente los discursos eugenésicos. Así se expresa en sus RECOMENDACIONES ÉTICAS: “ante dos pacientes similares, se debe priorizar a la persona con más años de vida ajustados a la calidad. En personas mayores, se debe tener en cuenta la supervivencia libre de discapacidad por encima de la supervivencia aislada. Valorar cuidadosamente el beneficio de ingreso de pacientes con una expectativa de vida inferior a 2 años. Tener en cuenta el valor social de la persona enferma […]. Cualquier paciente con deterioro cognitivo, por demencia u otras enfermedades degenerativas, no sería subsidiario de ventilación mecánica invasiva”.
Al leer esto, ¿cómo debería reaccionar cualquier persona que o bien sea mayor o bien deduzca, dada su experiencia de vida, su más que probable inclusión en el grupo de los poco valorados socialmente o deteriorados cognitivamente? ¿Cómo debería sentirse cualquier persona que ama a alguno de esos seres no-priorizables? ¿Demagogia? Concedamos. Efectivamente, siempre cabe pensar que, si no hay para todos, estamos obligadas a elegir quién se salvará y quién no en el bote salvavidas de un transatlántico al borde del naufragio. Una vez hecha la concesión, atendamos a otras declinaciones posibles del mismo problema. La primera, ¿de dónde procede esa escasez, ese “no hay para todos”? Esto (cabría alegar de nuevo) si bien importante, no vendría tampoco al caso cuando un barco se hunde y es preciso actuar inmediatamente. Concedamos, por segunda vez, aunque no sin objetar lo siguiente: ¿por qué esa selección de la especie en el proceso de decisión? ¿Por que no, por ejemplo, “el primero en llegar es el primero en recibir asistencia”? Por una cuestión de “justicia distibutiva”, aclara, sin pudor, el texto de la SEMICYUC. Concederíamos por tercera vez si esto de la “justicia distributiva” se ciñera a priorizar el ingreso en la UCI y el acceso a ventilación mecánica para las personas a las que ambas actuaciones proporcionaran más beneficio que daño. Estaríamos dispuesta a aceptar, por lo tanto, la infracción al orden de llegada por la anterior razón fisiológica. Pero ¿cómo admitir la discriminación a la “dependencia” o a las personas con enfermedades degenerativas? ¿Cómo consentir al criterio de “valor social”?
Escribe Nuria Alabao que “lo que las residencias nos dicen de nuestra forma de organización social es que desprecia la vida, que la lógica del beneficio es contraria a su preservación”. Totalmente cierto. Pero cabría añadir un matiz: no todas las vidas se desprecian o, en otras palabras, unas vidas se aprecian más que otras. ¿De qué depende?
La trampa del capacitismo
Depende de una trampa llamada capacitismo. Una perversa y bastante invisibilizada relación de poder —una más— que separa y jerarquiza a las personas socialmente estimadas como capaces de las consideradas discapaces. Las jerarquías, así como las discriminaciones y vulneraciones de derechos a las que van asociadas, varían de una época a otra y dependen de geografías y culturas. Por centrarnos solo en lo que nos toca a quienes vivimos en sociedades definidas como occidentales, de economía neoliberal y democracia parlamentaria, la persona considerada “capaz” se erige en vara de medir de la capacidad general. Aterricemos el concepto. Una persona capacitada sería, por ejemplo, aquella que puede conducir un coche. Una persona discapacitada sería esa misma conductora si, tras haber sufrido un accidente en carretera, tuviera que desplazarse en silla de ruedas. Una persona capacitada sería, por ejemplo, una persona con empleo que contribuye con sus impuestos al sostén de las instituciones del bienestar —o lo que queda de ellas—. Una persona discapacitada sería esa misma persona, pero una vez jubilada y cuando, por efecto de la edad, comenzara a moverse más lento o a perder la memoria. Una persona capacitada sería, por ejemplo, una persona cuya neurosis le permite adecuarse a una sociedad tan competitiva como la nuestra. Una persona discapacitada sería esa misma persona si, tras haber sufrido un golpe fuerte en su vida, se viera afectada por una depresión.
Cuando se habla de discapacidad se habla, entonces, de cada una de nosotras, de la vulnerabilidad que nos constituye
Cuando se habla de discapacidad se habla, entonces, de cada una de nosotras, de la vulnerabilidad que nos constituye y que, de un día para otro, es susceptible de transformarnos, a ojo de rasero capacitista, de las personas válidas para las cuales la sociedad parecía estar hecha en unos inútiles minusválidos a los que juntar, invisibilizar, apartar y encerrar. Por ejemplo, en residencias u hospitales psiquátricos.
Esta es la cuestión: cuando tenemos una necesidad de acompañamiento puntual o crónico para la realización de las tareas ordinarias de nuestra vida cotidiana, ¿podemos acceder a alguna forma de atención que no sea un encierro institucionalizado? O, caso de optar por una opción residencial, ¿cabe imaginar establecimientos que no obliguen a sus usuarias a renunciar a una habitación propia (autonomía, privacidad, vida activa y relaciones sociales más allá de los muros residenciales)?
Horizontes de autonomía desde la interdependencia
Respecto a la crítica de los regímenes residenciales u hospitalarios es preciso hacer hincapié, a fin de evitar cualquier malinterpretación de la misma como juicio moral, en que no se trata en modo alguno de condenar a familiares o allegadas por haber encontrado en estos establecimientos la mejor o única manera de atender a sus personas queridas. Sí apostamos, no obstante, por reorientar imaginaciones y miradas hacia modelos que, tratando de responder a esas necesidades específicas de acompañamiento no incurran en regímenes de encierro o, incluso, de tortura. Modelos que partan de la interdependencia constitutiva de las sociedades humanas para apostar tenazmente por la necesidad de autonomía de los proyectos de vida.
Existen, en este sentido, muchas propuestas y experiencias inspiradoras.
En el caso de “los viejos”, el modelo de viviendas colaborativas de personas mayores ofrece, sin duda, un horizonte de comunidad y cooperación activa más que atractivo. Se trata de modelos autogestionados y, por lo tanto, no accesibles desde el punto de vista de los recursos propios, para la mayor parte de la población. Pero su enfoque de vida comunitaria, su respeto a la autonomía, su apuesta por la cooperación y la centralidad asignada a los vínculos, tanto entre la propia comunidad como con su entorno circundante, debería ser, desde nuestro punto de vista, el horizonte desde el que se diseñar todas las residencias públicas.
En relación a “las cojas”, el Foro de Vida Independiente y Divertad lleva peleando desde hace décadas por extender el modelo de la asistencia personal (AP), esto es, por sustituir el destino inexorable para muchas personas con diversidad funcional de terminar confinadas en residencias, por un proyecto de vida autónoma hecho posible mediante el acompañamiento contratado de asistentes personales (AP). El mismo término “diversidad funcional” fue acuñado por las personas fundadoras del Foro de Vida Independiente (entre ellas, Javier Romañach Cabrero), para señalar el sesgo capacitista y discriminatorio de palabras como “minusválidos” o “discapacitados” y su incuestionable influencia en la perspectiva que determina las políticas públicas en el sector de los cuidados.
Parece urgente apostar por una sociedad realmente capacitada para acoger la diversidad, así como para atender la vulnerabilidad de nuestras vidas
Respecto de “las locas”, por último, en la estela de la lejana pero muy presente influencia de la crítica de las instituciones psiquiátricas de la década de 1970, el siglo XXI ha venido acompañado de iniciativas activistas muy potentes. Discursos y prácticas que ponen en el centro la crítica a los abusos de poder y la falta de respeto por los derechos humanos en las instituciones psiquiátricas, las consecuencias de la estigmatización de la locura o el origen social —desigualdades y precarización existencial galopantes en la vorágine neoliberal— de buena parte de los malestares mentales. Iniciativas que hacen principal hincapié en la necesidad absoluta de que las personas con diversidad mental sean escuchadas, pues nadie conoce mejor que ellas mismas lo que les sucede y lo que necesitan tanto para aliviar su sufrimiento, como para alcanzar mayores cotas de bienestar y autonomía. En este sentido, colectivos como Flipas-GAM, la Colectiva, Los cuidados o Inspiradas llevan tiempo señalando y experimentando caminos de transformación de la concepción dominante y del actual modelo de salud mental.
Desde el tremendo impacto de la Covid19 en las condiciones de vida y muerte de las personas, parece urgente apostar por una sociedad realmente capacitada para acoger la diversidad, así como para atender la vulnerabilidad de nuestras vidas, de nuestros cuerpos. Acordar, de entrada, a la hora de abordar estos asuntos esenciales, que todas, todos, todes tenemos el mismo “valor social”. En otras palabras, que todas las vidas importan lo mismo.
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