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Como bien apuntan las compañeras de Pikara Magazine, la asignatura pendiente de los superhéroes de Marvel es la de conseguir que los personajes femeninos sean decisivos en las tramas. Disney -propietaria de Marvel-, en cambio, deja atisbos de progresismo en sus estrenos recientes, aunque tampoco hay que caer en la ingenuidad de creer que Aladdin gastará uno de sus deseos en erradicar el hambre. Ni la monarquía. Esto es Hollywood.
De los miles de condicionantes para que una niña, una vez adulta, sienta que su realización personal pase por un embarazo o un romance idealizado, sin duda las princesas Disney son uno de ellos. Imaginario tóxico de color rosa.
Si el remake en el cine es lo que toda la vida ha sido la transmisión oral de un cuento de abuelos a nietos es lógico que las reinterpretaciones se adapten a las proclamas contemporáneas. Ya en los albores del nuevo milenio, los guiones de nuevo cuño como Mulán, más adelante Brave y por último Maléfica, han demostrado que el paradigma del siglo XXI es otro al de las generaciones que crecieron con Cenicienta y Blancanieves. El beso del príncipe no está entre las principales demandas de la juventud.
Por supuesto, hay remakes que no son más que calcamonías sin gracia, resultado de plasmar una historia hecha varias décadas atrás. El negocio ha salido bien, pero la posteridad cuesta algo más que el precio de una entrada. El Rey León de Jon Favreau, Dumbo de Tim Burton o La Cenicienta de Kenneth Branagh no son más que sacacuartos olvidables.
En cambio Aladdin transmite reformas, evolución; feminismo. La sexta película más taquillera de 2019 ha dado a Jazmin, la princesa de la que el protagonista acaba prendado, más líneas de diálogo que la historia de animación de 1992 –de sobra, el largometraje más visto de su año–.
Aún a riesgo de trastabillar la vis cómica de la historia original, Guy Ritchie reserva un espacio para que la infanta, interpretada por Naomi Scott, se muestre como un personaje lector, curioso, crítico, que aspira a gobernar y que no tiene entre su lista de deseos vestirse de blanco –o de lo que se vistan en Agrabah ; el orientalismo sí sigue siendo una cuenta pendiente de Disney–. Incluso una de las nuevas canciones se basa en la rabia de Jazmin y su negación a ser un florero condenado a los designios de los hombres que la rodean.
El papel de la princesa pasa de ser testimonial a irreverente y es maravilloso, porque gracias a esos añadidos queda latente la pugna del feminismo. La contradicción entre la empresa que intenta adaptarse sin que nadie se dé cuenta y el movimiento que no tiene miedo a destrozar lo establecido. Todo eso queda plasmado en Aladdin. La sexualidad con la que viste Jazmin, con los pechos siempre en el primer plano aunque la noche sea helada, recuerda lo peor de la industria pre #MeToo. Que la historia acabe con ella decidiendo cuándo y dónde se produce el primer beso –y sí se va a producir realmente–, es una victoria feminista.
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