“Los palestinos no plantearon la resistencia no violenta como oposición a la lucha armada, sino como complemento y parte de una estrategia general de resistencia. (...) La lucha contra el apartheid también se libró mediante una combinación de medios violentos y no violentos”.
Enmarcando la “llamada y la respuesta” a la resistencia: Lectura del radicalismo revolucionario negro de Assata Shakur en Palestina. Escrito por Rabab Abdulhadi en 2018.
Mis primeros recuerdos sobre política están condensados en la palabra “paz”. No hay un concepto que crezca mejor en la cabeza de una criaturita que la paz. Significa algo parecido a un mundo en el que nadie y nada detiene el dulce devenir de los días sin preocupaciones. En el que no faltan los cuidados (de una madre, de un hogar), ni las amigas, ni los amigos ni, por supuesto, la comida en el momento en que se necesita. Creo recordar que de eso se trataba la paz en mi cabeza hace ya más de cuatro décadas. Por eso éramos fácilmente reclutables en cadenas humanas, estábamos dispuestos a poner nuestras manitas en murales, dibujar símbolos recién aprendidos en toda clase de soportes, en fin, a participar en manifestaciones escolares por la paz.
Para quienes no vivimos la guerra, lo contrario de la paz siempre ha sido la violencia. La palabra tarda unos años más en llegar al vocabulario propio; lo que nombra, no. Primero se conoce la violencia fortuita, después se descubre que otros, o uno mismo, tienen la capacidad de emplearla con algún fin, normalmente banal. Solo mucho más tarde aparece como una alteración programada de la normalidad para conseguir algo (un reloj, unas zapatillas, una sensación de poder). Y mucho, pero mucho después, se aprende que la violencia puede tener un sentido en la búsqueda de la paz.
Cuando el 7 de octubre de 2023, Hamás y otras facciones de la resistencia palestina lanzaron un ataque brutal y violento contra la ocupación israelí, la vieja querella sobre la legitimidad de la violencia volvió a aflorar con todas sus contradicciones. Desde entonces, ha sido habitual que las condenas del genocidio de Gaza de figuras prominentes y respetables de la cultura y la política occidental tuvieran como marco ineludible una preventiva condena de “todo tipo de violencia” y, en concreto, la del pueblo palestino. Se trataba, y aún se trata, de no caer en las trampas puestas por el pensamiento del extremo centro; condenando el 7 de octubre se generaba el suficiente colchón de equidistancia para la crítica a los “excesos” de Israel. Había algo más: en abstracto, la violencia es algo rechazable siempre y sin paliativos. Solo cuando se aterriza en una situación concreta como la de Palestina pasa a otro estadio y comienza a ser posible abordar en términos reales cuándo es legítimo el uso de la violencia.
El texto de Rabab Abdulhadi sobre Assata Shakur, la activista antifascista estadounidense que murió en Cuba el pasado mes de septiembre tras varias décadas huida de la Justicia de su país, se introduce en esos intersticios en los que las condenas abstractas pierden su magnetismo. Son los argumentos situados en un tiempo y en un espacio determinado, el nuestro, en el que terrorismo o violencia no designan lo que el poder quiere que designen, sino que son conceptos abiertos y pasan a ser táctica y no fin. En el que pueden ser discutidos y no únicamente condenados.
El recordatorio de que acontecimientos hoy recordados y hasta conmemorados, como la Revolución Francesa, el 2 de mayo y la Guerra de Independencia española, la lucha por la independencia de India o el desmantelamiento del apartheid en Sudáfrica, combinaron medios violentos y no violentos, puede servir para desmantelar un sistema de creencias que pide la rendición incondicional y una renuncia explícita a la libertad a quienes buscan la paz por todos los medios a su alcance.
(La foto es de Bruno Thevenin, muestra a jóvenes palestinos lanzando piedras en el checkpoint de Huwara, a las afueras de Nablus y forma parte de un trabajo impresionante que hemos publicado esta semana).
Próxima entrega: 31 de diciembre.