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Actualidad
Aquí se viene a dar vergüenza
Después estamos las descarriadas crónicas del mundo laboral, las que, sin pretenderlo, damos rodeos mes tras mes alejando un poco más el podio esclavista que es el salario.
El mayor ridículo de mi vida lo he hecho con las autocandidaturas de empleo. Desde aquella que envié al Burger King, allá por mis años mozos, hasta la última que mandé la semana pasada a un hotel soberano y regio. Mucho más que aquella vez que me estampé de morros contra el suelo, y sin soltar la cerveza, al hacer una cabriola con el balón en el centro de una plaza hasta arriba de gente. Mucho más que aquella otra en la que no supe qué decir. Más aún.
Cada autocandidatura laboral que he enviado a lo largo de mi vida, y no han sido pocas, ha respondido perfectamente a su definición folclórica: “Tú prueba, muchacha, que más se perdió en la guerra”.
Y en mi guerra me metí de lleno para librar mil y pico batallas. Soy de la frontera. Tenía que hacerlo así. Pero las perdí todas, a pesar de mi artillería: primera persona del presente de compadreo o el más formal de todos los estilos; sobre un blanco impoluto o con florituras en tres dimensiones; de forma presencial, virtual o electrocósmica. Nada le ha venido bien a mi creatividad mercantil, que se lo ha pasado de lujo dejándome con el bochorno al aire. Y así, en cueros, ha circulado el reloj hasta tirar con las horas a mi tullida madurez laboral, sabiendo que (casi) la única experiencia que tengo en mi campo es la de aquella vez que mordí la puerta de la Real Academia de la Historia.
Porque hay para quien su vida es su vitualla y quien camina por ella con el estómago vacío. También está la que corre directa a la meta sin mirar atrás y la que se sienta a descansar en la cuneta, temblando y con las manos arriba. Y después estamos las descarriadas crónicas del mundo laboral, las que, sin pretenderlo, damos rodeos mes tras mes alejando un poco más el podio esclavista que es el salario. Estamos las que por el camino recogemos flores envenenadas mientras crecen a la sombra del paulocoelhismo embustero. Estamos quienes hemos tardado demasiado tiempo en entender que no existen tonos intermedios en este mundo que ya no permite salirse de contexto y, un poco más allá, quienes se deslizan por el arco iris a las mil maravillas. Estamos, en definitiva, las que no hemos sido capaces.
¿Y esto por qué? ¿Podemos echar la culpa a un tercero? Podemos echar la culpa a un tercero. Debemos, si me apuras. Quizás a ese que nos hizo madurar demasiado rápido o a aquel otro que no nos lo permitió. También al veleidoso que nos tiró del freno hasta que fuimos rehabilitadas laborales dentro del mercado vocacional, una película más en tu techo de cristal que te entretiene mirando al frente y no a un lado. Hasta que templas. Porque lo haces.
Templas después de que cada una de tus autocandidaturas te haga un poco más pequeña, justo cuando estás a punto de desaparecer bajo un jarro de agua fría. Sobre todo en lo relativo a la respuesta: de millón y medio, quizás una decena. Sobre todo en lo relativo a la consecuencia de esa no respuesta: el beneficio es el único dios, y los reclamos que te ofrecen, patas de lobo pintadas de blanco. No hay moral que aguante tanto manoseo. No existe. Así, quien tú creías grande es, en realidad, asquerosamente gigantesco. Monstruoso. Deforme. Demasiado para ti. Y te das cuenta que la vocación no es más que hincar las rodillas en el suelo y que lo mejor que puedes hacer es depilarte la lengua para vivir tranquila. Y que ojalá te vaya bien.
Es verdad que a estas alturas de mi vida importa cero, pero, aun así, las candidaturas espontáneas han sido mi mayor ridículo. Yo, que me sé el precipicio de memoria, no tengo ninguna duda. Lo bueno es que han pasado de agujerear mi dignidad a hinchar mi sentido del humor. Todas. Las saladas y las sosas, las rubias y las morenas, da lo mismo. Qué ridículo. Mucho más que la vez en la que me creí Maradona, en todos los sentidos. Aunque, ahora que lo pienso, la plaza no era plaza, sino insignificante ensanche, y quienes miraban cómo me empotraba contra el suelo llevaban también una cerveza en la mano y medio litro en el estómago. No; tampoco fue para tanto.
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